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DRAMATURGIA

tro. Cuando aparece puede causar repulsión. La grieta surgía
cuando dudaba de algo, racionalizaba algún comentario, o detes-
taba cualquier cosa. Por mi entrecejo pasaron todo tipo de pre­
juicios; destacando principalmente las personas vegetarianas, los
poetas, los ecologistas, los políticos, los izquierdistas que usaban
chándal con gafas de pasta, los feministos infiltrados para adqui-
rir la simpatía de las guapas, y los académicos con gafas delgadas
y transparentes. El entrecejo me hace ser un abominable desen-
cantado y vil buscavidas sin presencia. Toda la elegancia de Fran-
cia se va al váter cuando aparece el entrecejo.

    Pero el entrecejo juzgador tuvo su primera toma de conciencia
cuando se me hizo evidente en una clase de teatro. Una maestra
se me acercó con simpatía pero a la vez con preocupación, y con
su dedo pulgar me frotó el entrecejo para que me relajara. Fue el
momento más bello de mi vida, como cuando lloré a escondidas
con la película Las tortugas pueden volar en los cines Lux, de
avenida de La paz, en Guadalajara.

    En esa clase de teatro, que era una cosa entre el yoga, el cuer-
po y la respiración terapéutica, hice visible ante mis ojos juntos,
que tenía el don del entrecejo juzgador. Mi vida quedaba así mar-
cada para siempre. El pensamiento y la acción física quedaban
unidos para hacer visible mi desacuerdo. Lo malo es que, con el
tiempo, el entrecejo se fue marcando hasta encontrar su lugar ple-
no en mi rostro sin importar si estaba juzgando o no; la hendidura
estaba ahí, para siempre, aunque estuviera en blanco con un om
profundo y pensando cosas puras. El entrecejo me traicionaba así
en momentos felices y de amabilidad.

    Después de la recepción y la bienvenida en Teatro Pradillo
busqué una habitación por el barrio de las letras. Era mi primer
día, había llegado a la ciudad de los Madroños pero no tenía casa,
era un homeless moderno que aparentaba seguridad marcial y
apacible. Había volado doce mil kilómetros para intentar vivir la
modernidad hispana. Me recibió una mujer muy maja y preocu-
pada por mi aspecto hostil. Ya en mi habitación, me dirigí hacia
el espejo y mientras frotaba intentando que desapareciera la hen-
didura del entrecejo, recordé una llamada telefónica clave en mi
incipiente vida.

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