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MANUEL PARRA GARCÍA

	 Me lo encontré después de años de no verlo ni saber de él.
    Era Alberto, aquel director de teatro, que después supe se
    dedicó a hacer un dispositivo de bicicletas ecológicas que
    producen electricidad, pero más bien era un truco para ga-
    nar simpatía de adolescentes hippies que lo invitaban a sus
    eventos porque tenía buen corazón, buenos sentimientos.
    Me gustaría saber qué es tener buen corazón, es decir, el co-
    razón puede tener obstrucciones y decirse que es bueno,
    pero cómo valoramos quién tiene buen corazón.

	 Pero les decía que me lo encontré y nos saludamos, iba con su
    primo que es psicólogo y da terapia a quien se deje o tenga
    algún problema de afectividad o de autoestima. Me lo encon-
    tré afuera del Sanborns de la calle Vallarta de Guadalajara.
    Una semana después de encontrarme a Alberto, busqué a
    Carlos; aquel maestro y amigo que me había invitado a una
    primera reunión para formar un grupo de teatro, que a mí en
    ese tiempo me venía bien: “el Chorbito tenía coche, buena
    ropa y un futuro que envidiaría cualquiera; también tenía una
    novia tatuada que fumaba hierba como carretonero”. Después
    hablaré de ese tatuaje que provocaba desconcierto en mis
    amigos. También, después contaré la historia de Alberto y
    Carlos; y es que yo tenía amigos, y eso es lo importante de
    ese momento. Eran una banda de pillos que se arriesgaban a
    todo con tal de sobresalir en una ciudad que en ese momento
    ofrecía poco.

	 Y así, con mi coche, me la pasé llevando al maestro de teatro
    a su casa después de los ensayos: hoy sería el uber chorbero
    perfecto. Carlos era un doctor en teatro, lo cual a mí en ese
    momento se me hacía raro. Se decía que había estudiado en
    Rusia, en San Petersburgo, y como eso quedaba re lejos de
    Guadalajara se escuchaba aún más importante. En ese enton-
    ces pensé que podía aprender de ese señor que sabía mucho.

	 El día que el colectivo decidió de manera unilateral que Car-
    los se tendría que ir, no dije nada. Me sentí un cobarde con
    gónadas de cacahuate. El nuevo director de teatro de mi co-
    lectivo había decidido que Carlos no tenía talento, entonces el
    ruso se fue de nuestro pequeño salón de ensayos. Jamás vol-

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