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SAÚL SÁNCHEZ LOVERA
encuentro clandestino puede ser un pasatiempo, pero también es
una forma de mirar el territorio según sus potencias afectivas.
La crónica ha sido, desde hace unas décadas, el género del que
pasea y no pretende realmente describir el territorio, sino permi-
tir que éste lo traspase. Néstor Perlongher reparó en ello: la tarea
del cartógrafo deseante no consiste en captar para fijar, para an
quilosar, para congelar aquello que explora, sino que se dispone
a intensificar los propios flujos de vida en los que se envuelve,
creando territorios a medida que se los recorre. El cronista pro-
mete dejarse llevar, permite que el terreno controle, se apodere y
extienda sobre su cuerpo. A falta de una línea de horizonte que
nos recuerde sobre la vastedad del mundo, al habitante de la ciu-
dad sólo le queda expandir el espacio dentro de sí, imaginar que
en la oscuridad los límites de su cuerpo también pueden borrarse.
El espacio interior es vasto cuando uno se encuentra dentro de un
cuarto oscuro y no sabe si la piel que roza pertenece al mismo
cuerpo que aquel par de labios que besa. El miedo a la oscuridad
es entonces un temor franco al espacio sin forma, a la posibilidad
salvaje del infinito.
Camino por la ciudad de noche y recuerdo a Dante cuando vi-
sita los infiernos. En uno de los círculos encuentra un torbellino en
el que los cuerpos de los lujuriosos son arrojados violentamente: el
castigo de quien se entregó a las pasiones es la pérdida del control
sobre su cuerpo. Cuando Dante escucha a Paolo y Francesca, la
historia de los amantes lo conmueve hasta las lágrimas: nunca
más volverán a encontrarse y nada es más triste que el recuerdo
de la ventura, en medio de la desgracia. El poeta se compadece y
piensa que en los actos de lujuria los hombres confirman su natu-
raleza: él también ha amado y deseado otros cuerpos casi con ra-
bia. Y entonces, como él, me imagino atrapado en un infierno,
condenado a deambular sin rumbo en el torbellino de mis deseos.
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