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SAÚL SÁNCHEZ LOVERA

tres

La noche comienza a asomarse y en el metro de la Ciudad de Mé-
xico, no cabe otra alma. El subterráneo es un mundo iluminado
por lámparas blancas y zumbantes que huele a sudores ajenos y
humedad acumulada. Su multitud se resiste a la forma, es un lí-
quido viscoso que avanza lento, toma el camino que menos tra­
bajo le cuesta. Los cuerpos en masa se apoderan de la superficie y
yo recorro un pasillo largo, me sitúo en la última de las entradas.
Sorteo vendedores eufóricos, niños ruidosos, parejas melosas, mu-
jeres anchas, hombres encorbatados, ancianos sombríos, oficinis-
tas exhaustos, adolescentes distraídas. Cualquier viaje en metro
supone un encuentro con el carácter irracional y violento de la
urbe. La diversidad de los millones de cuerpos que la habitan se
presenta de súbito como potencia y fuerza destructora.

    He elegido el último vagón por la posibilidad del encuentro:
en las horas de mayor afluencia, éste es sitio para satisfacer el de-
seo homosexual de una forma rápida y que no supone desviarse
de una ruta. Por el contrario, el encuentro y el traslado se confun-
den, superponen y desdibujan sus límites. Las miradas que espe-
ran a mi lado, hombres de complexiones y edades diversas, tienen
un recorrido fijo: transitan por la totalidad del cuerpo y luego
vuelven para detenerse en la entrepierna. Finalmente, hacen una
última parada en los ojos de aquel otro que, de corresponder el
interés, se toca el paquete, sonríe galante o clava su mirada. Un
tren arriba a la estación y me es imposible pasar, los pasajeros se
rozan con violencia, pelean por los pocos espacios disponibles o
intentan crear nuevos resquicios: cuerpos sobreexcitados, enfure-
cidos, arrebatados.

    El metro se detiene el tiempo justo para que pueda cruzar mi
mirada con la de un muchacho guapo de ojos claros y pelo largo,
castaño, desprolijo. La cabellera cubre la mitad de su rostro, pero
aun así adivino unos labios gruesos y rosados, una barba inci-
piente que pica al tacto. Él se encuentra en el fondo, pero mueve
la cabeza y esquiva los cuerpos que estorban el encuentro de
nuestras miradas. Desde dentro, empuja a los hombres a su lado
para hacerme espacio, pero su esfuerzo es insuficiente. Las puer-

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