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ENSAYO CREATIVO

de que conducía a la universidad debía permanecer encerrado. El
aire era pesado, difícil de respirar y entonces, como es habitual
en los habitantes de las megalópolis, pensé en la posibilidad del
fin del mundo. La Ciudad de México ha sido, desde hace siglos,
un escenario ideal para imaginar la hecatombe: volcanes furio-
sos que demandan sacrificios, terremotos que dejan tras de sí nu-
bes de polvo gris, enfermedades mortales que se propagan con
rapidez y astucia asombrosas. Pero contrario a estos escenarios,
aquellos días hicieron evidente que la autodestrucción es una po-
sibilidad real, quizás inevitable y en extremo pinche. Una capa
de aire tóxico cubría la ciudad, resultado de vivirla tras el volan-
te, en un atasco perenne. El acto final de la Ciudad de México
distaba de la estridencia de las películas de acción; la emergen-
cia ambiental me hacía pensar en un envenenamiento progresivo,
un asma colectiva, gris, putrefacta. La catástrofe se gesta en si-
lencio, destrucción sigilosa, inexorable, de calor pegajoso y olor
a basura.

    La soledad de conducir en solitario es quizá la más burda
que puedo imaginar. Desde el asiento del conductor no hay un
nosotros posible porque no se genera empatía con nadie. Cual-
quier otro conductor es enemigo en potencia, obstáculo a ser
sorteado: y así también el peatón, el transporte público, las bicis
y motos. El conductor siente un yo maximizado, es incapaz de
sentirse aliado del resto de los automóviles o seres a su alrede-
dor. De forma equivalente, nuestro paso por el mundo se cuenta
casi siempre como una dispersión de individualidades: el con-
ductor es aquel que impone una visión y forma de leer el mun-
do. Sin embargo, los finales y sus simulacros nos hacen pensar
en nuevas formas de estructurar los relatos. Las catástrofes am-
bientales nos urgen a que pensemos en un nosotros, nos recuer-
dan que formamos parte de un planeta y sociedad enfermos.
Somos la piedra que pateamos sin darnos cuenta, el árbol que
crece a pesar del concreto, el viento que esporádicamente lim-
pia la ciudad, el conductor a nuestro lado. Aquella tarde que vi-
vimos el pasmo aparente de medio millón de autos detenidos,
una lluvia fuerte azotó a la ciudad, acaso recordándonos que al-
guna vez fue valle.

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