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Viviana Cohen Parker
Crónicas del Gertrudis
Durante el terremoto de 1957 los cimientos del Gertrudis se revol
vieron y, abajo, en el subsuelo, las cosas no volvieron a ser iguales.
Las entrañas se debilitaron y los inquilinos apenas se percataron de
algunas hendiduras que aparecieron en cinco de los nueve departa
mentos…
La tarde fue convirtiéndose en madrugada y las páginas que ha-
bía dejado el suicida parecían no terminar. El proceso de leerlas
se volvió penoso; Teodoro Varela sentía la buena prosa de Nés-
tor Barrios en cada hueso. Bastaba una oración para adentrarse
en los confines de la Guerra Civil Española, para oler la pólvora
fresca que dejaban las balas después de un fusilamiento y sentir
en el aire la adrenalina de los que estaban a punto de morir.
A las cuatro de la mañana, Teodoro Varela fue capaz de ver
cómo la frustración salía de su cuerpo y se materializaba frente a
él. Una sensación que había nacido en sus días de París cuando,
en vez de crear su propia novela, se compró un libro llamado Lo
lita y pasó todo un día leyéndolo en una cafetería.
Más que volverse un entusiasta de la obra de Nabokov, Teodo-
ro Varela se llenó de ira y se cuestionó: “¿Algún día podré escribir
así?”. Las respuestas llegaron en manada: más lecturas, disciplina,
un diccionario, un entendimiento distinto del mundo. Todo eso,
hasta la manera de observar la vida, se podía conseguir.
Sintió un alivio momentáneo y le dio un trago al té negro que
estaba en la mesa. Lastimosamente, mientras la infusión atrave-
saba su garganta, otra idea se apoderó de su cerebro: el escritor
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