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NOVELA

    Tener esta incertidumbre acerca de su talento se había conver-
tido en un suplicio. Había días que estaba más concentrado en la
inseguridad en sí, que en el dilema que la ocasionaba. Su cabeza
había alcanzado una neurosis tal, que ocasionalmente, en una mis-
ma hora, podía sentirse el mejor escritor o el peor escritor del
mundo. Entre aquellas sentencias no había profundidad, sólo una
obsesión desmedida con la palabra “escritor”.

    Las razones para sentirse bueno eran casi todas biográficas.
De niño redactó una carta a sus papás para disculparse por haber
roto un jarrón; su mamá le dijo que estaba muy conmovida por
sus palabras. En secundaria escribió un relato acerca de una vaca
que tapaba el camino y todos se lo celebraron; la maestra lo puso
de ejemplo en el salón, sus amigos sólo hablaron de eso durante la
comida y una compañera de clase le dijo que debería dedicarse
a la literatura. A los dieciséis participó en un concurso de poemas
que se organizó en su colonia y ganó el segundo lugar. Los otros
competidores le aseguraron que se merecía el primero.

    Por otro lado, los motivos para autoproclamarse “mal escri-
tor” eran más hondos. Tenían que ver con sus desagradables per-
turbaciones. Una necesidad absoluta de reconocimiento que para
los que no lo conocían era casi imperceptible. Quizá podía apre-
ciarse en la sutil pregunta que hacía al finalizar cada frase ¿No?
o en ligeros cambios de su semblante cuando alguien le concedía
la razón.

    Internamente, ese deseo de validación lo invadía todo, tanto
que Teodoro Varela se había vuelto un experto en el arte de inter-
pretar los gestos y las palabras de sus interlocutores. Siempre in-
tentaba decir sólo lo correcto y tenía el don de la paciencia, una
capacidad que le permitía manejar el silencio a su antojo y espe-
rar, como si fuera un pescador a la mitad de un río, a que llegaran
los halagos.

    Ese defecto de personaje con el que había nacido le hacía sa-
ber que lo que realmente le incumbía de las letras era la gloria, no
los libros. Esa verdad flotaba entre sus venas, y nunca se la decía
porque le tenía miedo. Porque decírsela era enfrentarse con su
verdadero temor: ser común. Las personas comunes amaban los
atajos, tanto como él. Las personas comunes no eran profundas,

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