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NOVELA

ruso era dueño de un talento especial que no estaba disponible en
la vida mundana: el don de manipular los párrafos a su antojo, de
hacer que las palabras pudieran ser capaces de relatar el inicio y
el final del tiempo. Esa habilidad no estaba disponible para las
personas normales. Fue así como sacó su libreta negra y apuntó:
“soy un tipo normal que nació con el sueño equivocado y eso no
se puede corregir, no se puede cambiar, no hay nada que se pueda
hacer y sólo queda coexistir con una frustración imperecedera”.

    Al evocar aquel momento en el Gertrudis, Teodoro Varela dejó
a un lado el texto que estaba entre sus manos y experimentó en
carne propia un dilema tan filosófico como absurdo: ¿Si no tenía
lo que se necesitaba para escribir, por qué quería ser escritor? Re-
corrió con la mirada su departamento y pensó en Néstor, ¿por
qué se suicidó si tenía la capacidad de tocar el mundo con pala-
bras? ¿Qué podría ser más importante que tener el poder de hacer
una obra de arte? ¿No le interesaba la fama? ¿No deseaba los
aplausos, el reconocimiento?

Y entonces, como si estuviera dentro de la novela que no tenía la
capacidad de imaginar, empezó a temblar. El suelo de la Ciudad
de México sacudió las entrañas del Centro Histórico. El florero de
cristal que estaba sobre la mesa se cayó estrepitosamente al piso,
las ventanas retumbaron, los libros abandonaron al mismo tiem-
po las repisas, las lámparas danzaron en el techo y fuera del de-
partamento sus vecinos se apresuraron a salir, los recién nacidos
rasguñaban el silencio con sus lloriqueos. Alguien tocó su puerta
y dijo la palabra terremoto, luego se fue la luz.

    Teodoro Varela se quedó estático y vio en el piso su ejemplar
de Lolita. En ese segundo tuvo por primera vez una epifanía:
tomó los textos de Néstor y salió del Gertrudis. Al internarse en
República de Argentina escuchó gritos anónimos y entre la pe-
numbra pudo apreciar la cara de pánico de personas que camina-
ban de un lugar a otro en busca de un refugio. Las personas
normales que le tienen pavor a la muerte; el miedo de Teodoro
Varela era más profundo.

    Abrazó las hojas contra su pecho, tuvo el deseo de que esos
papeles lo salvaran de la mediocridad. Al tiempo que las placas

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