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VIVIANA COHEN PARKER
tectónicas estremecían el Zócalo, caviló: “son mías, son mías, él
perdió su oportunidad y ahora sus palabras son mías. Desde aho-
ra yo soy Néstor Barrios”.
Setenta y cinco segundos después la agitación se detuvo y la
urbe se quedó estática. Un silencio aplastante congeló el tiempo.
Teodoro Varela se avergonzó de sí mismo; de la locura que se ha-
bía apoderado de su cabeza y se recordó escandalosamente que
no le gustaban las mentiras. A pesar de su soledad, que no tenía
amigos ni novia ni padres, no podía fingir que era otra persona.
¿Qué iba a hacer, decirles a todos que era español? ¿Iba a matar al
portero de la corbata de rombos? ¿Y sí Néstor Barrios había pu-
blicado esos escritos en España?
Volteó a su derecha para ver si su edificio estaba parado. En
aquel momento, un adolescente con cara de niño irrumpió con su
bicicleta en la calle de Argentina y empezó a esparcir un rumor
que pronto se instaló en todos los recovecos de la arteria:
–Se cayó el Ángel de la Independencia. Se cayó el Ángel de la
Independencia.
Cientos de personas fueron en fila a ver si era verdad que el
monumento más importante de la ciudad había dejado su colum-
na, quizá porque después del terremoto nadie quería entrar a sus
casas, quizá porque lo que decía el niño de la bicicleta parecía
increíble.
Teodoro Varela siguió a la multitud que caminaba sobre las
calles hechas polvo, al lado de casas cuarteadas. Pisaron, sin dar-
se cuenta un cartel que decía “abarrotes” que se había caído de la
pared. Esquivaron el agua negra de una tubería que se había roto
y que corría por el piso con cierta docilidad. Pasaron al lado de la
incertidumbre de una mujer, quien al parecer había perdido a su
esposo en uno de los tantos inmuebles caídos.
Cruzaron el Zócalo. Se oyeron a lo lejos rumores de llantos;
pero Teodoro seguía internado en su dilema y se repitió que no
iba a robarse la personalidad de alguien más, ¿qué clase de hom-
bres hacen eso?, ¿qué clase de hombres hacen eso y se salen con
la suya?
Llegaron al Palacio de Bellas Artes, que en la oscuridad se
veía tan temible como el castillo de Usher. No había Luna. Tres
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