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MANUEL PARRA GARCÍA

    hiciera daño; y con la inercia del teatro a cuestas me imaginé
    que podría hacer no una, sino un montón de obras de teatro
    con los compañeros y compañeras con los que me encontraba.
	 Era el segundo día y ya estaba imparable, como cuando
    Hugo Sánchez se los metió de chilena en Logroño; era el se-
    gundo día y mi genio comenzaba a plantearse la idea de una
    obra, pasé por la Plaza del Sol y observé ese monumento fijo
    con el osito tan voluntarioso y entusiasta sosteniendo un
    madroño. ¿A quién no le gusta Madrid?; es una ciudad en-
    cantadora donde los dealers están en plena calle vendiendo
    magia para aquellas almas perdidas en la búsqueda de una
    inspiración. Con mi cabeza rapada, una piña partida, una ham-
    burguesa engullida, recuerdos borrascosos y muchas ganas
    de probar unas tapas, me metí a un bar tradicional en el ba-
    rrio de Lavapiés. Me recibieron con unas tapas que acompa-
    ñaban una caña exquisita. Con mis pocos ahorros me metí
    de fiesta. Conocí a una pareja de amantes borrachos que me
    saludaron, bebieron conmigo y después me dijeron que re-
    gresarían en unos momentos porque tenían ganas de follar.
    Salieron del bar. Me pareció magnífica su practicidad. Se­-
    guí bebiendo en la barra del bar El Pescado, para después
    salir a beber vino tinto por la ciudad. Estaba de fiesta, cami-
    naba solo, con mis miserias y virtudes; la lucha la había he-
    cho. Después de beber vino tino, no recuerdo nada. Lagunas
    mentales.
	 Despierto. Me estaba cayendo. Me había hecho una persona
    desagradable. Yo, que quería ser simpático y casarme con
    una mujer sensible y buena, había echado todo a la mierda
    por mi espectacular manera de arruinarlo todo, absolutamen-
    te todo. Y es que el amor que adolece no lo había superado.
    En México era enamoradíscolo. Estaba a un pelo de conver-
    tirme en un viejo rabo verde que vestía siempre con la misma
    ropa: camisa azul de botones para verme formal y serio. Has-
    ta señor ya me decían. Y es que a mi edad mi padre ya tenía
    tres hijas adorables, y yo tenía un aliento abominable; pero
    eso sí, una cuenta de banco de perfil ejecutivo para demos-
    trarme que algo había hecho bien en la vida.

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