Page 135 - Antologia Jóvenes Creadores Primer Periodo 2014-2015
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ricardo garza lau

muerte de su padre, no obedecían a nadie. Una vez terminada la
lectura, Albert miró al piso, resopló, se frotó los párpados y arguyó
que era inocente, que no podían encerrarlo por una mentira creada
por sus enemigos y dos jóvenes rebeldes. Eso lo tendrá que probar
con la ayuda de su abogado, dijo el juez.

    El médico en turno exigió al misionero que se quitara la ropa.
Hasta los calcetines, dijo. Recuéstese en la plancha de concreto. Con
sus manos enfundadas en guantes de látex palpó los testículos, glan­
de y ano del detenido. A través de una lupa auscultó el meato uri-
nario del alemán, quien tiritaba. Revisó su ritmo cardiaco. Buscó
en su cuerpo rasguños, moretones, huellas de forcejeo. Un hombre
accedió sin avisar al frugal consultorio y recogió las prendas de
Albert B. Lutz, las colocó en una bolsa negra y se retiró. El expe-
diente entregado por el médico indicó que el sujeto analizado no
presentaba huellas de haber participado en un ataque sexual. Sugi-
rió realizar una proctoscopia para establecer, a través de llagas o
cicatrices en las paredes del recto, si había mantenido relaciones
homosexuales. Le entregaron unos pantalones color café que le
qued­ aban grandes y una playera blanca con agujeros. Caminó a la
celda descalzo, cabizbajo, sosteniendo los pantalones con ambas
manos para que no se le cayeran. Escuchó la carcajada lejana del
celador.

    —Una noche más ahí dentro y me hubiera vuelto loco —dijo
Albert B. Lutz a su hijo Bernardo al día siguiente, tras salir de los
separos.

    El científico estaba despeinado, pálido, sucio, desencajado. Te-
nía heridas en las muñecas por las esposas ajustadas.

    —Me encerraron con tantos delincuentes, no cabíamos, tuve que
estar parado toda la madrugada —dijo—. Es inhumano hacerle esto
a un anciano.

    Bernardo Lutz, veintinueve años, sexto hijo, el menor de los
hombres, contactó al abogado Ricardo Vargas, quien lo había saca­
do de innumerables apuros legales, para que se encargara del caso
de su padre. Esa misma noche Vargas, un viejo lobo de las nego-
ciaciones con la ley, pactó con el juez un amparo por veinte mil
pesos. Arguyó que la única prueba expuesta era el testimonio de dos
menores de edad, los cuales seguramente estaban bajo coerción. El

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