Page 133 - Antologia Jóvenes Creadores Primer Periodo 2014-2015
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ricardo garza lau
Bufó por vez primera desde el amanecer, aunque nadie se percató
del arrebato. Veinticinco minutos más tarde alimentó a los peces del
estanque mientras escuchaba las noticias en una radio de onda corta,
similar a la que cincuenta y dos años atrás lo salvó de ser captura-
do y remitido a Siberia.
El día se mostraba tan cotidiano que lo inquietó. Necesitaba pla
near la siguiente travesía para no ser abatido por la costumbre. Antes
de elegir el próximo destino abordó su camioneta, como cada tercer
día de los que amanecía en casa, y manejó a la oficina de correos de
Córdoba. En el apartado noventa y ocho recibía cheques del extranje
ro para la manutención del internado, pedidos y pagos para el negoc io
de la venta de cactáceas que su mujer administraba, e intercambiaba
correspondencia con sacerdotes, misioneros, políticos, líderes de co
munidades, botánicos y amigos de al menos cuarenta países. Pasa-
ron tres horas y no regresó. Después del mediodía Anke intuyó que
los aires de un nuevo huracán comenzaban a soplar para una familia
curtida por las tormentas. Era inusual que su marido, hombre de
escasas distracciones, de itinerario ajustado, implacable con la pun
tualidad, se demorara más de una hora en regresar. Pidió a Alfonso,
treinta y nueve años, segundo de siete hijos, el mayor de los tres
homb res, único Lutz heredero del interés por las plantas, que salie
ra a dar una vuelta al pueblo para rastrear a su padre.
Albert B. Lutz tenía un rostro lapidario. Frente amplia, nariz
afilada, pómulos pronunciados, labios delgados que entonaban una
gruesa y penetrante voz. Su cabello rubio estaba por terminar de
emblanquecerse. Las arrugas sexagenarias de la frente y mejillas
denotaban irritabilidad. Era un hombre colérico, inconforme, per-
feccionista. Cuando llegaba a algún lugar su presencia inducía a la
gente a guardar silencio. El célebre alemán merecía respeto. Espe-
raban a que él dijera la primera palabra y luego lo felicitaban por
ser quien era, por saber tanto, por consagrar su vida extranjera a los
más pobres de México. A pesar de que no solía mostrar interés por
las conversaciones de los demás, a menos que trataran de comuni-
dades apartadas o plantas exóticas, lograba generar empatía.
Era un hombre de Dios y un hombre de Ciencia, incansable la
brador en ambos menesteres, una mezcla anómala que le valía cier
to embeleso. Y a la vez, Albert B. Lutz era temeroso, desconfiado.
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