Page 18 - Antologia_2017
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CUENTO
recibiría a nadie importante más que a borrachos y enamorados de
bajo presupuesto. En otros tiempos, cuando estrellas como Ernest
Hemingway y Frank Sinatra se paseaban por las calles iluminadas
de la ciudad, o cuando Marilyn Monroe cruzó la frontera para di-
vorciarse de Arthur Miller, el hotel gozaba de buen gusto y clien-
tes distinguidos. Pero esas noches ya no eran más que recortes de
viejos periódicos pegados en la barra, donde los colores amarillen-
tos no destacaban los ojos violáceos de Elizabeth Taylor entrando
al registro civil de Juárez.
En ese viejo hotel habían sido casi todos sus encuentros. El pri
mero, el que más recuerda, cuando perdió su virginidad; el cuarto,
cuando experimentó su primer orgasmo, o el séptimo, cuando llegó
molesto y fue demasiado violento. Ella, tan estoica, nunca le re
clamó nada, ninguna de sus formas o palabras. Incluso desde la
primera vez que lo vio, cuando entró y se presentó como su profe-
sor de literatura, no tuvo ninguna duda.
Fue él quien le enseñó a amar a los muertos; descubrió a Kafka,
a Hesse y a Wilde, conoció a los poetas malditos y al borracho de
Bukowsky, se obsesionó con La Venus de las pieles de Sacher-
Masoch y con Lolita de Nabokov. Cómo no iba a adorarlo después
de leer los poemas y cuentos que él mismo escribía y publicaba en
revistas locales que se encargaba de vender en la escuela, y por los
cuales regalaba un punto extra en los exámenes de su materia.
Y entre todas esas memorias buenas y malas, y de las incipien-
tes plumas de nieve que comenzaron a caer sobre la frontera, Ga-
briela se encontró en la puerta del Hotel Río. Suspiró tratando de
ahuyentar el pesimismo de sus ojos grandes y expresivos, lo único
de su cara que no cubría la bufanda café que llevaba puesta. Em-
pujó la puerta, era la primera vez que ella entraba sola a ese lugar.
Olivia, la señora de recepción, intentó reconocerla, sabía que la
había visto antes. En un primer momento creyó que era prostituta
y sólo veía cómo cada vez empezaban desde más jóvenes. A pesar de
tener diecinueve años, Gabriela aparentaba menos edad por la del
gadez de su cuepro y las facciones finas de su rostro. Sin embargo,
Olivia aprendió a no juzgar ni cuestionar a nadie. “La vida es una
puta para todos”, pensaba, y resignaba su mirada a los billetes que
recibía, a asignar los mejores cuartos para aquellos clientes que sa-
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