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ISRAEL TERRÓN HOLTZEIMER

bía podían pagar por ellos. Era común que Enrique, el portero y
guardia del hotel, los sacara a mitad de la noche cuando descubría
que eran vagos o que se habían gastado toda la quincena en los
bares aledaños.

    –Tengo reservación –dijo Gabriela sin quitarse la bufanda de la
boca y dando su nombre.

    Olivia buscó en su libreta. Taloneó la fecha hasta que la encontró.
    –Sí, aquí estás –se dio vuelta para sujetar la llave. –Habitación
doscientos siete –la soltó algo brusca sobre el mostrador.
    –Debe haber un error –dijo Gabriela, sin quitarse la bufanda de
la boca. –Yo reservé la habitación doscientos cuatro.
    –Doscientos cuatro, doscientos siete, aquí no importa eso –dijo
Olivia algo tajante.
    –Para mí es muy importante que sea la habitación doscientos
cuatro. Ya quedé con alguien de verme ahí.
    –Tengo ocupada esa habitación, lindura. No puedo hacer nada.
    Gabriela miraba al viejo Enrique que leía el periódico desde la
sala de la recepción. El periódico más barato y amarillista de la ciu­
dad. Dirigió su mirada hacia Olivia de nuevo.
    –Es de vida o muerte que me dé esa habitación. Hace una se-
mana hablé y me dijeron que estaba disponible.
    –M’hija, en hoteles como estos las reservaciones no cuentan
mucho, y, además, esa habitación se gotea. Parece que el tejado
está roto y no hay forma de...
    –¡Necesito la maldita habitación! –interrumpió Gabriela suje-
tando sus manos.
    El viejo Enrique, al escucharla, dejó de leer el periódico y se
levantó del sillón. Apenas podía moverse bien. Era diabético y co-
jeaba de una pierna. Había perdido ya dos dedos del pie derecho
por la enfermedad. No obstante, tenía la fuerza suficiente para so-
meterla y sacarla del hotel. Olivia le indicó con la mirada que no
había problema. Al menos por el momento.
    –Cuéntame, lindura –Olivia bajó la voz y cambió el tono–,
¿por qué necesitas tanto esa habitación?
    Gabriela miró a Enrique. La asustó que se levantara del sillón.
Pero el tono que utilizó Olivia la tranquilizó. Pensó en cómo for-
mular oraciones de una historia que ni siquiera era historia. Las pie­

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