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VIVIANA COHEN PARKER

al igual que él. A las personas comunes les daba lo mismo ser así,
a él no y por eso quería ser escritor.

    En aquel amanecer turbulento de 1957, lleno de gente que co-
rría de un lado a otro en busca de algo que había perdido en el te-
rremoto, Teodoro Varela encontró en el caos de su cabeza esta
certeza, y se dio cuenta que para no ser como todos tenía que sa-
crificarlo todo, vender su alma, perder sus principios, parecerse a
su papá. Había enrollado las hojas y las sostenía con la mano de-
recha, a veces las apretaba.

    En el camino a casa trazó un plan. Cabeza fría. Antes de cam-
biar el autor de los textos había preguntas que necesitaban ser
respondidas: ¿Quién era Néstor Barrio? ¿A quién conocía Néstor
Barrios? ¿Qué tanto sabía el portero de Néstor Barrios? ¿Había
dejado Néstor Barrios otros textos escondidos? ¿Qué estilo litera-
rio era necesario para sacar algo de esas historias dispersas?

    En tanto la Ciudad de México crujía, los bomberos apagaban
incendios provocados por fugas de gas y salían personas llenas de
polvo de las casas de la Juárez, él confeccionaba su futuro como
si fuera un hombre que acababa de matar a alguien y necesitara
cubrir las pistas de su crimen. La adrenalina deambulaba por su
cuerpo y no podía pensar en nada más que en la palabra: escritor.

    Al llegar al Gertrudis todo era un caos. La luz de las nueve de la
mañana evidenciaba las partículas de polvo que flotaban en el aire.
Vidrios desperdigados en el suelo. Una niña sentada en las escale-
ras con la mirada perdida. El portero estaba en la entrada auxilian-
do a una mujer que decía haber perdido las llaves de su casa.

    –De milagro no se cayó el Gertrudis –dijo la damnificada.
Teodoro quería interrumpirla, quería interrogar al hombre, pero
se tragó las ganas y se dijo a sí mismo que a las ocho de la noche
lo buscaría para encontrar respuestas.

    Al abrir su puerta todo era un caos. Lámparas en el suelo, su
única planta fuera de la maceta, las mesas estaban volteadas. Mo-
vió caóticamente los estragos de la catástrofe y dejó un espacio en
el suelo para acomodar las hojas ahí. Luego las contó, llegó a qui-
nientas; se sintió abrumado porque de acuerdo con su primera
lectura, sólo eran fragmentos inconexos plagados de personajes e
historias sin principio ni final.

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