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NOVELA

go a la calle. Me cubrieron de ropa y me pusieron un sombrerito.
Llegamos en el viejo Bentley de mi padre. Entramos tarde a la
sala y salimos antes de que la película se terminara. Ese día, mis
padres discutieron. Esa ida al cine fue la última vez que tuvieron
un gesto amable conmigo. Después, ya no volví a salir de casa.

    Cuando bajé y llegué al salón de reuniones de la casa, encon-
tré mucha gente que levantaba copas de cristal llenas de vino es-
pumoso. Nadie notó mi presencia. Mi padre hacía un brindis
mientras colocaba su mano izquierda sobre el vientre de mi ma-
dre: ¡Por la vida, que me da la dicha de un hijo! Así dijo. Antes
de que todos dijeran ¡salud!, muchas cosas pasaron por mi men-
te: ¿un hijo?, ¿un hermano?, ¿será sano?, ¿a él sí lo querrán? Co-
sas de esas. Vi a mis padres sonriendo, contentos, rodeados y
felicitados por sus amigos. Sentí coraje y envidia, más envidia
que coraje. Y entonces me di cuenta de que seguían sin notar mi
presencia. No pude hallar mi reflejo en los espejos del techo del
salón de reuniones.

    Tuve la certeza de que estaba muerto y que no tardarían en
venir por mí para llevarme al más allá. Aunque lo había imagina-
do toda mi vida, me abrumé. Nada puede prepararte para morir.
Sentí miedo, casi tanto miedo como frío, como si alguien hubiera
abierto todas las ventanas y puertas de la mansión dejando entrar
fuertes corrientes de aire. Parecía que los perros que escuché an-
tes ahora ladraban desde cualquier lado de la mansión.

    Dudé. Me resistí, hasta eso.
    Vi los cabellos de las señoras y los sombreros de los señores sa-
lir volando. Pero ellos siguieron impasibles, como si nada pasara.
    Entonces recordé el cuento que estaba leyendo justo antes de
abandonar mi cuerpo. No moriría. Correría. Volaría hacia mi ma-
dre. Me lanzaría de cabeza contra su vientre, como una bala, con
los ojos bien cerrados.
    Antes del silencio escuché ladridos lejanos.
    Un segundo después, supe que mis pensamientos se habían
materializado. Mis ideas suelen materializarse. La muerte no me
encontraría ahí, bien escondido en la cabeza de mi hermano, un
sitio muy incómodo que entonces no era más grande que una se-
milla de girasol.

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