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RAFAEL VILLEGAS

gustado que se quedaran en mi boca. Era noviembre y la tos no
me había dejado después de tres semanas. No me gustaba verme
al espejo, pero cuando lo hacía podía notar que mis ojeras eran
más profundas que antes. Una protuberancia salía de mi nuca y se
extendía sobre mi espalda como losa del Pípila. Mis labios agrie-
tados parecían de cadáver. Ya no me dejaban comer sin dolor. In-
cluso se me cayeron dos dientes podridos a causa de la caries.
Consideré dejarlos bajo mi almohada para que el ratón de los
dientes me diera dos monedas que, según leí en un libro, me se-
rían útiles en el más allá. Luego lo pensé mejor. Ni siquiera el ra-
tón querría esos dientes. Basura, diría. El ratón saldría corriendo,
se llevaría las monedas y dejaría los dientes. Malditos ratones de
los dientes, malditos azulejos blancos, malditas niñeras. Me puse
a pensar en ser otra persona, quizás un niño sano y bello al que
todos quisieran.

    Quise llorar. A veces lloraba, pero no mucho.
    Pero yo amaba la vida, ya lo dije. La ventana estaba empaña-
da. Si hubiera tenido fuerza suficiente me habría puesto a dibujar,
hubiera arrastrado el dedo sobre el vidrio, hubiera dibujado un
monstruo de muchas cabezas devorando a un héroe musculoso o,
mejor, a una hermosa mujer que me sonriera y me mirara sin
asco. Sentía que se me caían los párpados. Escuchaba unos perros
ladrar en la calle o en el techo o debajo de mi cama, no lo sabía
bien. Sentía un frío extraño que envolvía mis pies y mi cuerpo.
Hacía un frío como en ningún otro noviembre. Entonces lo decidí:
dejaría a mis padres y mi habitación. Era tiempo de irme. Tal vez
así me echarían de menos. Me levanté de la cama sintiéndome más
ligero. Los perros seguían ladrando, al parecer más cercanos.
    Recorrí los pasillos en silencio. Escuché voces en el salón de
reuniones. Le diría a mis padres que partiría para siempre, que no
sufrieran por mi ausencia, que iría a recorrer las montañas en
busca de una planta mágica que aliviara mi enfermedad. O mejor
no les diría; un recado sobre la mesita del recibidor sería sufi­
ciente. Mi madre solía ser muy melodramática, como la señora de
cara pálida de aquella película, la única que vi durante mi prime-
ra vida, un día en que mis padres estaban de buenas y me llevaron
al cine. También fue la única vez que se atrevieron a salir conmi-

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