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NOVELA
siempre aparecían héroes capaces de grandes hazañas o niños
que, aunque pequeños y débiles, lograban vencer terribles peli-
gros. Pero me gustaban más los villanos, los ogros, las brujas y
los dioses furiosos. Los malvados. Eran fabulosos. También leía
revistas de cine que me encontré en un baúl, eran decenas y traían
fotografías de bellas luminarias de la pantalla. Recuerdo una fo-
tografía de Dolores del Río con una corona brillante adornada,
como si fueran piedras preciosas, con pequeñas fotografías de sus
directores favoritos: D. W. Griffith, Mack Sennett, John Ford,
Erich von Stroheim y Ernst Lubitsch. Quise conocer a Dolores
del Río. Pensé que si tuviera más tiempo de vida podría ser fotó-
grafo de estrellas.
Sentía enorme gratitud por aquel tutor que, tiempo atrás, me
había enseñado a tomar fotografías; estaba agradecido con él
aunque a veces me azotara con una tabla de madera donde se po-
día leer grabada la frase: la imagen con sangre entra. Yo no
era capaz de guardar rencor y esperaba que aquel tutor no me
odiara por aquella mordida en la pantorrilla que provocó su irre-
vocable renuncia. Cuando renunció, se llevó la única cámara que
usé durante mi primera vida.
Ese tutor también me enseñó a leer. Cuando leía me olvidaba
de mi vida de fenómeno. Terminaba un libro o una revista, veía
los dibujos y las fotos, y sentía como si regresara a casa después
de un agotador viaje, con la certeza de que la vida no es igual
para todos y en todas partes. Si no pasaba más tiempo en la bi-
blioteca era porque no quería que mis padres se enteraran que la
visitaba, casi siempre a altas horas de la noche. Si llamaba la aten-
ción de mis padres sobre la biblioteca, ellos eran capaces de con-
vertirla en otro baño de azulejos blancos o, tal vez, en un salón
para tomar el té. Mis padres siempre tomaban el té, aunque el día
fuera caluroso. Sudaban y tomaban el té. En fin, decía que mejor
llevaba a mi cuarto un par de libros a la vez y un paquete de re-
vistas. Los leía cuando mis padres dormían y ocultaba bajo la
cama cuando era de día.
Precisamente, leía cuando me sentí desfallecer. Leía un cuento
sobre una mujer y unos demonios. Estaba más débil que nunca.
Pensé que sin importar lo feo y podrido de mis dientes me hubiera
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