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LENGUAS INDÍGENAS

directamente al cuello de Casimiro, ahí se enrolló y lo comenzó a
apretar. El hombre empezó sentir dificultad para respirar, sintió
que se estaba ahogando. No supo en qué momento su alma y su
cuerpo se había apagado.

    Cuando escuchó nuevamente una voz, abrió sus ojos.
    –¿Cómo te atreviste a hacer algo que no te correspondía? –le
dijo aquel señor de ropa roja que estaba cerca de él– no era un
juego, si no sabías lo que hacías para qué nos invocaste.
    –Nnnnno –se escuchaba este sonido en la boca de Casimiro.
    Fue entonces que sintió que la culebra ya no estaba encima
de él, en su lugar estaba uno de aquellos señores, el que vestía de
rojo, parado junto a su hamaca. Hizo que Casimiro se sentara en
su hamaca, sus pies se asentaron en el suelo y fue cuando se dio
cuenta que la culebra estaba enroscada justo debajo de su hama-
ca. Le quitaron su camisa, y aquel señor de ropa roja le dijo:
    –Para que nunca vuelvas a hacer lo que no debes, para que no
digas lo que no te corresponde –decía el señor mientras sujetaba
con una mano una soga hecha de sosquil.
    “Wíich’”, “wíich’”, “wíich’”, sonaba la soga en la espalda de
Casimiro. Aunque la persona era ya un anciano, pegaba muy fuer-
te pues en el trayecto hasta la soga chiflaba antes de azotarse en la
espalda. Casimiro no podía soltarse en llanto, pero sí caían unas
cuantas lágrimas. Nueve veces fue azotado, así fue castigado.
    Entonces, cuando se levantó el último de los señores, tenía aga-
rrada una leña prendida de donde salían muchas chispas y humo.
    –Para que aprendas a respetar a tus Yumtsiles, esta leña te irá
quemando poco a poco. Aprende a decir sólo lo que debas –decía
el hombre de ropa negra, y la puso debajo de la hamaca.
    La culebra empezó a dirigirse hasta donde estaba la puerta, el
gran Sip kéej abrió los ojos, se levantó y también se dispuso a sa-
lir; detrás de ellos caminaban aquellos dos señores que estaban
con Casimiro; no voltearon la mirada para nada. Nunca le mos-
traron su cara.
    De repente se escuchó desde la reja de la casa de Casimiro las
voces de una persona mayor y de dos niños. Era don Candelario y
sus pequeños nietos. Él sólo iba a preguntar si siempre iba a cele-
brar el jets’ lu’um. Ellos lograron ver cómo había desaparecido un

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