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Diego Ortiz

                          Moscas

I

El cadáver de una mosca descansaba sobre mi escritorio. La mos-
ca, para ese momento, el de su muerte, había sido mi cautiva du-
rante veinticuatro días. En el lapso que duró su vida, la observé de
cerca, atendí su zumbido intermitente e imaginé en múltiples oca-
siones la manera en que sus innumerables ojos me veían. Tanto la
escuché zumbar alrededor de mi cabeza, tanto me distraje con los
zigzagueos de su vuelo, que llegué a pensar que sus zumbidos,
lejos de ser el solo producto sin semántica de su aleteo, eran los
fonemas de una lengua tristemente indescifrable. Tal vez la mosca
repe­tía con cada trayecto, como un mantra, la historia de sus ante­
pasados dípteros, y yo, que la tenía cautiva por mero capricho,
estaba despojando a las moscas del mundo del testimonio que esta
mosca solitaria les podría ofrecer. Quizás, como los rapsodas y ae-
dos homéricos, las moscas no vivían sino para repetir y aderezar la
historia de su prole, una historia formada no por palabras, sino por
el aleteo constante de millones de moscas, cada una relatando con
su vuelo hazañas inmemoriales, anécdotas misceláneas y migra-
ciones de importancia universal para el orden milenario de los díp-
teros. Y quizás cada añadidura, pequeña en comparación con la
gran historia universal de la mosca, pero importante por mérito
propio, sólo aunaba a ese archivo inextinguible, cuya preservación
dependía de la incesante reproducción y multiplicación de los
mensajeros. La posible contribución de mi mosca cautiva, por más
discreta que pudiera ser, había muerto con ella. Su zumbido se ha-

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