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DIEGO ORTIZ

menudo un mismo nombre al individuo y al colectivo. El pelo no
hace mucho más que crecer. Pero todos sus esfuerzos se ven coar-
tados cuando llega la tijera y lo mutila. Entonces comienza de nue-
vo el proceso, lenta y trabajosamente, hasta que regresa el verdugo
y deshace todo su trabajo en un instante. Al corte se le suman otros
infortunios. Algunos pelos no sobreviven la regadera. Otros mueren
aplastados contra la almohada. Algunas poblaciones se desilusio-
nan con las repetidas mutilaciones a lo largo de los años y desertan
regiones enteras. Aquellos que en lugar de desertar deciden que-
darse a vivir los últimos años de su retiro, adelgazan y palidecen
hasta que les llega la muerte. Y entre tanto pelo, hay alguno con
ambiciones de fama que se lanza suicida hacia un plato de sopa
con la esperanza de que su cadáver despierte el asco o la queja de
algún comensal, y de esta manera, sea tratado, aunque sea de ma-
nera póstuma, como individuo, como un ente merecedor de un obi-
tuario en singular: “Mesero, hay un pelo en mi sopa”.

    Cada una de estas pequeñas cosas se considera insignificante
–insignificante en su doble acepción: de escasa relevancia y caren-
te de significado. Cada pelo por separado, cada partícula de polvo,
cada astilla, cada pirinola, vive tan al margen de los grandes even-
tos del mundo, que pocos se detienen a verlos, y mucho menos a
dedicarles odas, novelas o tratados. Hay una exigencia de hablar
de los llamados acontecimientos trascendentes: las noticias de ase-
sinatos masivos, las reformas económicas, las elecciones que regi-
rán el destino de un país, las guerras y tragedias que destruyen las
vidas de las personas y de los pueblos. Y en caso de que uno no se
concentre en todos estos eventos de gran alcance, y en lugar de ello
coloque su atención en algún rincón minúsculo del mundo, se le
acusa de pecar de escapismo, de banalidad o de diletantismo. Pero
esa cruzada por las grandes narrativas y la literalidad, a menudo
impostada detrás de una cortina de supuesta resp­ onsabilidad moral
y política, omite el hecho fundamental de que la mirada es tan am-
plia como para comprender tanto lo enorme como lo diminuto.
Buena parte de las veces la trivialidad responde más a la aproxi-
mación que a lo aproximado. Todo, por grande y significativo que
sea, puede banalizarse; pero a todo, por más pequeño que sea, se
le puede hallar un significado. Basta detenerse, darle tiempo y tra-

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