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DIEGO ORTIZ
bía perdido de manera irremisible, y yo, un analfabeto completo
de su lengua, de la historia universal de su especie, era el único de-
positario, por completo inútil, de su diminuto testimonio.
Supuse que en la historia universal de la mosca, transmitida de
zumbido en zumbido y de generación en generación, el humano
no figuraba sino de modo tangencial. Algún centenar de moscas
habría dado constancia de una gran batalla, pero sólo lo habría he-
cho en forma accidental: en los archivos aéreos solo quedarían
relatos del festín que se dieron con los miles de cadáveres sembra-
dos en el campo. De los banquetes romanos permanecería el testi-
monio de los restos de manjares. Pero los eventos reportados no se
distinguirían de cualquier fiesta multitudinaria en el trópico. Los
mercados más insalubres ocuparían capítulos enteros que una mos-
ca cualquiera no podría terminar de relatar en los pocos días de su
existencia. La historia, por supuesto, como la nuestra, dados los
malentendidos entre zumbido y zumbido, estaría sujeta a la varia-
ción y, en más de un caso, a la fantasía.
Si acaso una mosca se diera a la tarea de recrear la historia huma-
na, no tendría a su disposición sino esta serie de retazos, narraciones
pervertidas y apariciones secundarias. Sólo le quedaría imaginar la
posible perspectiva de una criatura sin alas, de dos ojos, dos pier
nas, dos brazos, una estatura monumental y un lenguaje incom-
prensible. Y si además la mosca estuviera parada sobre un cadáver
humano, ésta tendría que empezar contando cómo llegó a encon-
trarse en tan ridícula posición.
II
De cómo la mosca surgió de lo pequeño
Las cosas y criaturas diminutas e invisibles –las partículas, las
bacterias, las células y protozoarios– me son tan inimaginables,
tan abstractas, que si me pongo a pensar en ellas –a pensar que no
son sólo productos de la imaginación, sino entidades reales que ocu-
pan un lugar en el espacio– me es inevitable sentir cierta angustia,
un sobrecogimiento incómodo comparable con el que siento ante
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