Page 131 - Antologia_2017
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DIEGO ORTIZ

imperturbables. Nos acercamos y, sin pensarlo demasiado, la arran-
camos –al fin y al cabo la flor es tan indefensa, tan insignificante,
que no provoca temor ni respeto– y, sin embargo, cuando la des-
prendemos la tierra comienza a estremecerse. La florecita intras-
cendente resulta ser la única extensión de un gigante de piedra que
herido se despierta, se remueve y nos lanza hacia el precipicio.

    No cabe duda que hay que cuidarse. Pero no obstante la posi-
bilidad siempre presente de un peligro ínsito en lo minúsculo, pese
a la fobia que en ocasiones puede provocar, las más de las veces la
mera diferencia de tamaño nos otorga una sensación de poder, que
a menudo desemboca en desprecio o en indiferencia. Matamos a
una decena de mosquitos y no sentimos remordimiento alguno, no
sólo por la proliferación y la constante reproducción de sus pobla-
ciones que hace que cada mosquito parezca reemplazable, sino
también por el simple hecho de que cada una de sus vidas –más
cortas, más restringidas, más pequeñas que las nuestras– nos parece
tener de suyo un valor ínfimo. Asumimos que la vida de un mosqui-
to es despreciable –y además, por sus crímenes, por el delito inex-
cusable de sus piquetes–, y estamos justificados para hacer justicia.
La sentencia, la muerte, no es sino proporcional a la comezón a la
que estaríamos sujetos unas horas o, cuando mucho, unos días
después del incidente. Aplastamos y desechamos sus cuerpos con
un golpe de dedo. Para el mosquito no hay pompa fúnebre ni me-
moriales. Su alma no alcanza el tamaño para ser alma. La come-
zón es la única estela que atestigua su existencia; el piquete, el
único monumento efímero de su paso por el mundo. Si considera-
mos cada mosquito por separado, si imaginamos la totalidad de su
vida, cada una de las pocas horas o días que duró, cada uno de los
lugares que recorrió, enormes desde su perspectiva y pequeños
desde la nuestra, es imposible no sentir cierta ternura. Tal vez a la
primera hora de vida se detuvo en la superficie de un estanque ex-
tendido que a nuestros ojos no sería sino charco, después hizo un
viaje larguísimo hacia las luces prendidas de una casa, voló a tra-
vés de la ventana, circunvaló la habitación, hasta que finalmente,
después de varias tentativas, ya hambriento, se atrev­ ió a posarse
sobre la piel de una criatura descomunal, un niño, y empezó a suc-
cionar su sangre cuando una mano eclipsó su alrededor. Cualquier

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