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ENSAYO CREATIVO
los precipicios o ante las extensiones inabarcables de agua, de cielo
o de llanura. Si pienso que la mesa sobre la que escribo está com-
puesta por millones de átomos invisibles que flotan en un espacio
vacío, me pregunto si acaso entre tanto vacío no se desarticulará la
mesa y se caerá mi computadora al piso. Pero luego recuerdo que
el piso también está hecho de átomos y de vacío, y al ver que mi
silla descansa sobre el piso, y que mi silla a su vez no es sino va-
cío, me empieza a girar la cabeza y ya no puedo pensar más. Con
los microbios me pasa algo similar. Nada más aparece la posibili-
dad de ese escuadrón minúsculo y malicioso, y ya me imagino a
sus generales miniatura planeando un vuelo hacia mi nariz o ha-
ciéndose paso por los poros de mi piel. El mundo se puebla de esos
fantasmas que la ciencia determina reales y con ello se multiplican
las posibilidades de designios oscuros, de emboscadas y de insu-
rrecciones. Al final, lo mejor es dejar de pensar en ello, aceptar, sin
comprender, que esos fantasmas nos rodean y nos componen, y
enseguida hacer como si no existieran y esperar lo mejor.
Con aquello, que a pesar de ser pequeño es perceptible, me
siento mucho menos intranquilo. Las cosas pequeñas –la canica, la
aguja, la pestaña– pueden agarrarse entre los dedos. Se pueden ver
o palpar los límites que las circunscriben. Y ese simple fenómeno,
dada la diferencia de tamaño, basta para sumergirnos en la ilusión
de que en tan reducido espacio no hay cabida para la maldad, una
ilusión, es cierto, un poco tonta y constantemente refutada por la
experiencia, pero que, si hemos decidido ignorar lo invisible dimi-
nuto, es necesaria para conservar un mínimo de sosiego. La ilusión
de la inocencia de lo pequeño puede, por supuesto, resquebrajarse
de mil maneras. Un mosquito puede inyectarnos un parásito fatal.
Un dispositivo diminuto puede estallar y matar a decenas de per-
sonas. Un memento cualquiera puede desencadenar una miríada
de malos recuerdos. Inclusive en circunstancias en las que parece-
ría no existir peligro alguno, siempre es posible que en lo pequeño
se cierna una amenaza enorme. Consideremos, por ejemplo, una
florecita en el campo: cinco pétalos amarillos, un tallo delgado y
frágil, un par de centímetros de altura, un cuerpo que parece inep-
to para la vida y que sin embargo persevera, contra todo pronósti-
co, en un campo en el que reinan las montañas áridas, gigantes e
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