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ABRIL CASTILLO CABRERA
gundos no sé de mí. No pienso en nada. Siento que salgo disparada
al frente, pero cuando vuelvo estoy sentada en el asiento.
El coche está detenido.
Eso es lo único que ha cambiado.
Miro a mi lado y mi papá tiene las manos sobre la cara, se cu-
bre con especial presión los ojos. Parece que llora. Se quita las
manos y, sí, llora.
¿Qué te pasa?, alcanzo a decir de corrido.
Te quería espantar para que se te quitara el hipo, dice entre so-
llozos.
¿Por qué lloras?
El hipo se detiene un momento.
Miro de frente al camino y encuentro una araña transparente
dibujada en el cristal. El parabrisas está roto, pero ningún vidrio se
ha caído. Un golpe en el centro y líneas que se deslizan al exterior.
Ese punto es mi cabeza. Donde se estrelló cuando mi papá dio el
enfrenón.
Me toco la frente y me duele. No tengo sangre.
No tengo sangre, le digo. Y lo rectifico en el espejo del tapasol.
¿Qué te hice?, llora sin poder siquiera verme.
No me pasó nada, me río. Estoy bien.
Y se me sale un hipo. En cuanto respiro otra vez.
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