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DAVID POIRETH

    Su madre también rumia, se masca la lengua o las palabras, los
gritos de desesperación, y se los engulle como jugo de bilis, aun-
que se enferme todavía más. Están tan cerca sus caras que, segura-
mente, se alcanzan a escuchar sus respectivas masticaciones de
lengua y parece que hasta se comunican. Se aburren y así pasan las
horas, como si para mi vieja, su madre no supiera sino ponerle en la
boca la carne y el cigarrillo, y quizá algo más sepa, pero a nadie le
importa. Son este tipo de personajes protagonistas de algún tipo de
vida y olvido. Es decir, protagonistas de una historia ajena, otra y,
de nuevo, que a nadie le interesa. Ignoradas más, tal vez, por abu-
rridas que por duras. Son una morbosidad: “¿te imaginas?”. Y no.
Sin embargo, aunque tuviera intenciones de más, de inventar algu-
na cosa…, y podría decirse que son estos personajes los que nos
enseñan cómo es que se vive. Hoy. Y pudiera, incluso, mortificar
darse cuenta; si dentro, si de pronto, se despertara algún resto de
falsa tierna humanidad. O lo que fuera aquello.

    En fin, que ahora deja los trastes a un lado y comienza su labor
con mi mujer. No hace bien las cosas: la remolca, dije, hasta que la
deja bocabajo; le desnuda las nalgas y comienza a fregotearla. Yo es-
toy ahí, y miro todo desde mi sillón en el rincón, donde por las no-
ches acompaño a mi mujer y a su madre durante la merienda. Su
piel irritada se estira, y se le miran mejor las llagas y pústulas en-
cendidas mientras le pasa por encima una esponja y un trapo, pero
muy pronto retrocede de nuevo el cuero, acurrucándose una arruga
en otra como una parva de escombros.

    Y yo no he terminado de comer.

4 (Refugio): recuerdo que pensé ese día, como hice en muchas otras
ocasiones, que esa señora, achaparrada y fea, sería capaz de matar
a mi esposa. De hacer el favor por puro rencor o hasta por hastío y
puro hartazgo: aburrimiento. No obstante, de inmediato rectifiqué
por la imposibilidad de aquello, y me dije que sería más probable
que fuera ella, su madre, la que se muriera primero. Si no de ancia-
na, sí de tedio, de cansancio o de decepción. Porque cargábamos,
aún, con un remedo de pudor moral, y andábamos sin la desnudez
cruel de ahora. Sin embargo, pensé siempre que su madre también
fue una terca al seguir viviendo y, quizá, al ayudarla a vivir.

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