Page 93 - Antologia_2017
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GERARDO LIMA MOLINA

marcados por el descenso de esos pedazos. La gente moría, trataba
de huir tan rápido como podía, mas era inútil. Las llamas se espar-
cían por Pueblo, encendían la tierra debajo. Calcinaban la madera,
el metal, la roca. El agua hervía y los animales caían con los ojos
reventados.

    Salí de mi casa, quemándome las palmas al tocar las paredes,
las columnas y finalmente la puerta. Mi hombro sufrió quemadu-
ras al empujarlo contra la puerta de madera. Estaba tan debilitada
que se rompió y las astillas me parecieron más gotas que pedazos
de madera. La aldaba, las cerraduras, todo goteaba. Era una pesa-
dilla terrible, ilógica, contradictoria, y real. Sentía el calor gol-
peando mi rostro y empujando mis pulmones hasta sacar el aire.
Mis pestañas, mis párpados, mis ojos, todo ardía. Mis cejas caían
como pájaros abatidos, y mis palmas estaban tan rojas como si se
hubieran escaldado con agua hirviendo.

    Corrí por la calle principal, y vi a la gente arder, vi a mis veci-
nos implorando clemencia, volándose los sesos, desparramando
los fluidos de su cabeza sobre las calles, gritando por el dolor, por
la piel achicharrada, por el fuego encendiéndose en sus ropas, to-
cando la piel y llegando al hueso a través de la grasa hervida.

    El insoportable calor no tocaba a toda la ciudad por completo,
había zonas donde el calor era soportable, como si el fuego no sur-
giera directamente de ese sol nocturno, sino de sus rayos, o de esas
cosas que caían de él. Yo gritaba, pero también corría, y lo hacía con
otros vecinos, con gente que buscaba las llaves de sus autos, con ji-
netes desesperados haciendo escaldar las pezuñas de sus montu-
ras, y con conductores asfixiados por los humores de las máquinas.
Corrí y grité junto con ellos, vimos el fulgor creciente en la ciu-
dad, en las calles y en los edificios, y tratamos de llegar al sur de
la ciudad, atravesando la avenida, escondiéndonos por calles ad-
yacentes, hasta tocar el desierto y abandonar todas nuestras fuer-
zas. El mundo entero no estaba siendo quemado, sólo Pueblo, sólo
nuestro maldito y jodido Pueblo, la ciudad de los túmulos, la anti-
gua zona de apareamiento de los ciervos.

    Cuando estaba llegando al final de la avenida sentí alivio en
algunas partes de mi cuerpo. El calor ya no parecía detenerme
como una infranqueable pared. Los oídos me sangraban y no po-

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