Page 88 - Antologia_2017
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CUENTO

las Cosas, y después nosotros, nuestro planeta, y muchísimo des-
pués todavía, la vida. Pero ellas seguían riéndose en sus cubiles, se
paraban de donde estuvieran descansando sus huesos y soltaban
risotadas. Nos llamaban ingenuos. Se reían de nosotros. Ellas sa-
bían más de lo que nuestros padres estaban dispuestos a aceptar.
Cada puebleño, incluso cada habitante de Amarillo, o de cualquier
zona de Tierra Grande, descubre otras verdades conforme va cre-
ciendo. Las habladurías de las viejas no nos parecen ya locuras. Y
ya crecidos comenzamos a reírnos de nuestros niños, de los incré-
dulos, de quienes dudan de la antigüedad de nuestra especie, de los
montículos, de nuestro planeta.

    El sol nos mantuvo, pero también nos contuvo. Y cuando era
necesario dejaba que algunas de sus bestias nos visitaran. Bajaban
de él para apalearnos. Lo habían estado haciendo durante siglos,
durante milenios. Yo nunca creí presenciar algo parecido. Creía que
los espacios temporales eran demasiado extensos. Y ahora tengo
miedo de que vuelva a ocurrir. El tiempo no significa nada, lo que
significa es la voluntad de los cornudos. Nosotros somos sus presas.

    El sol nos volvió a recordar de dónde venimos, quiénes somos,
y qué cosas invadieron y se quedaron en nuestra tierra. Todos en
Pueblo creíamos que si pasaba algo, primero afectaría a Amarillo,
nosotros no teníamos por qué sufrir primero, no habíamos adopta-
do el culto, sólo nos habíamos establecido en esta tierra. Ellos,
decíamos, tienen razones para atemorizarse: las historias de los
arcimboldi, la de los Padres también, los gritos de las plañideras
en las noches de octubre. Pero, ¿nosotros? ¿Seríamos castigados
por habernos asentado aquí, en este coto de caza, en esta región
bendecida por divinidades estelares, por viejos pobladores, por
cultos “antiterrestres”?

    El sol nos recordó nuestro estigma a nosotros, primero a noso-
tros, aunque en nuestra sangre no corra ningún rastro de los italia-
nos, aunque no participáramos de la religión amarillense, vivíamos
aquí y por eso vimos la cornamenta del sol, vimos a nuestra estre-
lla coronarse, y entonces ellos bajaron.

    En Pueblo yo vivía en el centro, en una de las calles cercanas
al Templo de la Virgen del Desierto. Era la misma casa que habían
habitado mis padres, y también mis abuelos. Su estructura era como

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