Page 91 - Antologia_2017
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GERARDO LIMA MOLINA

ban los huesos de sus ancestros. Ellos y nosotros. Ellos contra no­
sotros. La zona estaba maldita, el fuego había alimentado a la tier­ ra,
y no al revés. Nosotros no éramos más que unos morrillos, unos
visitantes que no sabíamos nada de esta tierra ni del norte, ni mu-
cho menos de aquello que estaba antes de ser llamado Tierra Gran-
de. Amarillo, cualquiera de las tres poblaciones, Pueblo, la Sierra
Mendocina, no significaban nada. Esta era la tierra de los Padres,
era la tierra de todos sus dioses. Estábamos aquí, donde las viejas
presas eran los depredadores. Éste era su Coto de Caza.

    Esa noche no pude dormir. Mi amigo no lo era más. Había re-
cibido tres puñetazos, dos en el rostro y uno en el abdomen. Yo me
resistí. No tenía por qué aceptar su ira estúpida hacia cualquier
cosa, cualquier persona. Si las leyendas eran ciertas, si se cernía
sobre nosotros, otra vez, ese fuego antiguo, no había sido mi cul-
pa. Por más que me culpara por mi mirada, por mi comprensión, por
la forma en cómo mis muñecas lucían, marcadas por la sangre de
mi presión alta. Creía poder entenderlo, pero no soportarlo.

    Estuve dándole vueltas a todo. En la cama me giraba tratando
de encontrar un lugar más suave para mi rostro. Me dolía especial-
mente la parte izquierda. Aún conservo la marca. Cada día, al mi-
rarme al espejo, la veo. Es un buen recordatorio. No sólo quedaron
marcas en la tierra de Pueblo.

    Pensaba en lo que debía hacer. Tal vez hubiera sido mejor co-
rrer. Lo pensaba. Qué importaba la casa. Me había resistido a ven-
derla, había asumido mi posición como puebleño y quería seguir
siendo un buen ganadero, cabalgar más, fumar más en el porche de
mi casa mientras observaba el cielo. Quería coquetear con las viu-
das y con las mujeres casadas que aún se detenían para cruzar al-
gunas palabras conmigo. Quería volver a usar sombreros, negros y
blancos, y sentirme el semental que nunca he sido. Quería seguir
viviendo en Pueblo, desdeñando a los amarillenses, sin saber nun-
ca más de las leyendas, ni de los peces, ni de mi estúpido amigo el
piscicultor, ni tampoco del sol, del puto sol enmarcado por su co-
rona, su casa incompleta.

    Los ciervos rojos sí querían saber de mí.
    Pocos días después de la visita de mi amigo me desperté con
los gritos de mujeres, niños y hombres. El sonido penetraba la piel

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