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RAFAEL VILLEGAS
demasiado. También recuerdas. No tengo nada contra el pasado.
El pasado está bien ahí donde está, justo tocándome la nuca,
como el aliento incómodo de alguien que no quieres en tu vida.
Del pasado me gusta ese chiste que contó el Hinchado justo antes
de ponerse la máscara de gas por última vez: ¿Cómo se reconoce
al verdadero revolucionario? Porque se come una olla de frijoles y
sabotea las fiestas de la burguesía con la ferocidad de sus pedos.
Casi cualquier cosa parece graciosa entre balas y bombas.
Uno de mis recuerdos más viejos es de una fiesta. Tenía cuatro
o cinco años. Mi madre me pedía que me quedara bien sentado en
una silla demasiado grande para mí. Mi madre pasaba la palma
de su mano sobre mi cabeza. Eso recuerdo, pero mi memoria no
es confiable. También recuerdo que mi madre se arrancaba su
propio cabello y me lo regalaba. Su cabello era largo. La calvicie
le sentaba bien. Entonces mi madre me quería, pero sólo porque
no sabía realmente quién era.
No nací una, sino dos veces. Uno nace cuando debe y cuando
quiere. Obligación y deseo, circunstancia y libertad. Ambas. Lle-
vaba sin dormir más horas de las que son buenas para la salud.
No había podido dormir, pero tenía los ojos cerrados. Y mientras
los tuve cerrados, no me sentí obligado a mirar las máscaras de
gas junto a los cuerpos de veintisiete soldados que ya no quisie-
ron seguir vivos. Llevábamos solos en esa trinchera tanto tiempo
que creíamos que no había quedado más humanidad que la que
veíamos. De vez en cuando oíamos una explosión o algunos dis-
paros. Luego nada. Éramos veintisiete, y nadie quiso salir de la
trinchera. Pero le dimos oportunidad al destino, pensamos que
vendrían por nosotros. Nos convencimos así de que no había
mundo al cual salir.
Tuvimos una revelación, nadie en particular la tuvo, fuimos to-
dos. La guerra también tiene el poder de volver unidad lo que está
separado. Tuvimos el deseo de ser los últimos en caer. Dejamos
que el gas se moviera con el aire aletargado de la trinchera. No nos
dijimos nada. Probamos fallecer mirando la última luz de la tarde,
pero de inmediato supimos que debíamos vernos a los ojos. Las
máscaras fueron cayendo y vi a los hombres mirarse a los ojos.
Algunos, los que aguantaban la respiración, se abrazaron o se sa-
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