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Los límites del ensayo
Quizá no haya otra forma de escritura que desafíe más sus pro-
pias fronteras que el ensayo. Por su carácter personal y tentativo,
se diría que, antes incluso de comenzar, ya está enfrentado a sus
limitaciones –que en el fondo son las limitaciones del pensa-
miento mismo–, y que una vez que avanza lo hace sobre un an-
gosto y vacilante desfiladero: de un lado, el precipicio de todo lo
que no conoce; del otro, la oscuridad sobre cómo representar las
oscilaciones de su despliegue. Incluso se podría decir que, in
ventándose sobre la marcha, cada ensayo se plantea el problema
de cómo, desde el ensayo, ir más allá del ensayo; que así sea de
manera tácita, el meollo de cualquier ensayo consiste en cómo no
quedar maniatado por sus limitaciones, en cómo ensanchar sus
alcances, su territorio, desplazando las fronteras para ser fiel a su
búsqueda y a su elasticidad proverbial. Aunque tenga un regusto
a paradoja, la fidelidad del ensayo consigo mismo incorpora la
traición permanentemente: es su manera de seguir adelante y no
detener su impulso insumiso basado en el tanteo, en el imprede-
cible zigzag de la prueba y el error.
El carácter subjetivo del ensayo representa uno de sus tantos
límites. Si, como Montaigne escribió famosamente, “Yo soy la
materia de mi libro”, no era de extrañarse que, en algún punto del
camino, el ensayo se preguntara por ese “yo”, que es no sólo lugar
de enunciación, sino también “materia” de sí mismo. Y tal vez
por una coincidencia, tal vez como “signo de los tiempos”, los jó-
venes ensayistas se están preguntando qué hay detrás de esa in-
sistencia en poner al yo como eje; qué detrás de la implicación
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