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CARMEN AMAT

    Además, Gombrowicz llevó el tema formal a sus últimas con-
secuencias: creía que nuestra identidad es definida por la forma
en que otros nos conciben. Ferdydurke, su primera novela, es el
testimonio ficcional de su pensamiento teórico sobre la importan-
cia de lo formal en la cotidianidad de los individuos.

    Es probable que las reflexiones de Witold fuesen el fruto de su
prolongado aislamiento. Polaco entre argentinos, y europeo crio-
llizado para sus compatriotas, Gombrowicz experimentó la desfi-
guración que surge del abismo situado entre cómo nos concebimos
y qué le parecemos al resto del mundo.

¿Qué sucede cuando lo que los demás ven en mí no se corresponde
con la forma en que me concibo? ¿En qué me convierto, si lo que
creo acerca de mí misma no se comparte con la impresión que los
demás tienen de mí? Escribo este diario para intentar responder esa
pregunta. Por ejemplo, el otro día, en una clínica ginecológica, una
enfermera me negó una cita. Yo necesitaba una consulta y sólo podía
asistir en martes, pero la enfermera insistió en que me atendiera el
viernes: “a la gente como usted sólo puede brindársele el servicio ese
día”, me espetó. Tardé en entender que el problema radicaba en la
confusión de la enfermera: ella pensó que yo era transexual.

Al respecto de ese abismo desfigurativo que surge entre la con-
cepción del yo de sí mismo y la concepción de los otros sobre él,
vale la pena traer a la página un episodio de la vida de la escritora
ucrano-brasileña, Clarice Lispector. En el único registro de video
que existe de ella, Clarice asegura que no es una escritora pro­­
fesional. La grabación se llevó a cabo unos meses antes de su
muerte. En ese punto de su carrera, Lispector ya era aclamada
por la crítica, reconocida como parte de las tradiciones brasileña
y portuguesa, y ostentaba el reconocimiento internacional de su
obra. Era pues, a los ojos de cualquier público, una escritora “pro-
fesional”. Pero Lispector se negó a verse a sí misma a través de la
lente de los demás. Por eso, ante la pregunta del entrevistador
–“¿cuándo comenzó a considerarse una escritora profesional?”–,
Clarice contesta con visible hastío, que ella nunca pretendió ser
profesional con su escritura; pensarse tal sería equivalente a

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