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DIEGO ORTIZ

     La ceniza es la humildad, la insignificancia y la nimiedad mismas
     [escribe Walser] y lo que es más bonito: está transida por la creencia
     de que no sirve para nada. ¿Se puede ser más inconsistente, más dé-
     bil, más precario que la ceniza? No es fácil. ¿Puede algo ser más
     dócil y más tolerante que ella? Difícilmente. La ceniza no tiene carác-
     ter, y está más alejada de cualquier tipo de madera que el abatimiento
     de la alegría desbordante. Donde hay ceniza en realidad no hay nada
     en absoluto. Pon tu pie encima de la ceniza y apenas notarás que has
     pisado algo.

    Si las cosas y las criaturas sólo son grandes o pequeñas según
el rasero con el que se las mida, lo mismo sucede con los espacios.
Un ataúd es un lugar estrecho para el hombre que morirá asfixiado
en su interior. Pero el mismo ataúd es un aposento espacioso para
los gusanos que roerán su cadáver. Todo es cuestión de proporción
y de perspectiva. La proporción, tristemente, no puede modificar-
se por mera voluntad de pensamiento. Si alguien es cincuenta veces
más chico que una montaña, por más que lo desee no podrá crecer
hasta alcanzarla. Pero existen proporciones que es posible cambiar
con un mínimo de tesón y de inventiva. Si un trozo de carne no
pasa por la boca, se le puede cortar. Si uno es tan chaparro que lo
colma la vergüenza, puede empezar a usar tacones. A veces, sin em-
bargo, la búsqueda por ajustar la proporción y compensar las ca-
rencias o abundancias indeseables no es sino capricho y necedad.
Procusto, por ejemplo, estaba empecinado con la idea de que su
cama fuera del tamaño exacto de quien durmiera en ella. A todo
visitante que pernoctaba en su casa lo ataba a los cuatro postes de
la cama para medir si el largo de su cuerpo coincidía con el del
lecho. Si el cuerpo era más chico, le estiraba los brazos y las pier-
nas hasta dislocarlos o desprenderlos y, si era más largo, cortaba
los pies o la cabeza o cualquier elemento que no alcanzara un pe-
dazo de cama. Todo por amor a la proporción. Procusto terminó
pagando por su desmesura. Cuando Teseo lo visitó le hizo la si-
guiente jugarreta: consciente de sus fechorías, antes de acostarse
en la cama y verse sometido al doloroso reajuste, lo retó a acostar-
se para ver si su propio cuerpo coincidía con las medidas que le
exigía a sus visitantes. Cuando Procusto, ingenuo, se tumbó, Teseo

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