Page 153 - Antologia_2017
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DAVID POIRETH

los trajes o los vestidos. Luego, mi mirada se alza hasta donde la
puerta de cristal hace de lo de fuera un espejismo. Veo el pueblo
destruido, olvidado. Los muros embarrados de tierra que ya no se
borra, y todo del color del excremento enfermo y pálido de los
hombres que los ocupan. Ganaderos vendedores de las tripas des-
coloridas y los filetes pellejudos de sus bestias; granjeros de pam-
pas baldías que casi regalan sus cosechas; funcionarios de gob­ ierno,
militares en guardia, gente quemada y yo, que ni animales desnu-
tridos ni campos secos ni uniformes de manchas o de corbatas ya
tengo. Y ahí está el revoltijo en mi vientre. La vida pasiva y la vida
inútil. Yo y mi mujer. Yo y mi mujer y su parálisis. Y la propia, y
la de todos. Cuando al fin abro la puerta de las bodegas y miro el
desmán de baratijas al que he de acoplarme quizá por el resto de
mis días, y con una tarea fija, especial: las ocho mil latas; cuatro
por cada persona del municipio. Porque es probable que todo aca-
be pronto, o esa es la amenaza, que es más bien una promesa, que
nos han anunciado: el asedio inminente, las matanzas. Y hay que
sobrevivir, dicen. Luchar por sobrevivir. Entonces, fisgoneo rápi-
damente en lo que se amontona, el polvo, las cajas roídas. Alguna
rata que me cruza por la mente, anticipándose a la que habría de
encontrar luego. Y comienzo a ocuparme en la primera lata, la se-
gunda, la tercera.

Y así la vida sin aspavientos. Sin embargo, hay en las oficinas una
mujer de tacón alto y fuertes corvas; un pasatiempo, una luz. Casi
ni se alcanza a percibir que anda con la pierna izquierda más corta.
Y me gusta la renga, mi paticoja, a quien apenas me dispongo a
evocar cuando llega al almacén y me interrumpe. De ocho mil la-
tas no llevo ni ochenta, y llega y me interrumpe y me encara con una
mano en la cintura y me pregunta si sé en dónde quedó enterrada
la caja del archivo personal del pasado intendente. No, le digo.
Fuera, quizá, que me identifico con ella a causa de mi solo testícu-
lo, pero de verdad me resulta bonita, apetecible. Estoy tirado al
suelo de frente a ella con mis espaldas empolvadas e irritada mi
nariz. La bodega que alberga lo viejo. Le miro las rodillas, las ar-
ticulaciones malogradas, los músculos disparejos de los jarretes, las
nalgas desproporcionadas, y me subo a la falda verde corta hasta la

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