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DAVID POIRETH

una pieza de carne magra. Y, sin querer hacerlo, vuelvo a compa-
rarla con la coja. Y me inunda algo similar a la tristeza.

7 (Refugio): babea y la limpio. Le sueno la nariz y me mira pelán-
dose los ojos, ¿qué más? Furiosa y aguijándose dentro con un odio
para que su cuerpo despierte y se mueva. Me mira, digo, como ame-
nazan los ojos negros del caballo de boca herida, o mula, una vez
que el freno le ha destrozado los carrillos. La mirada animal hue-
ca, enloquecida y cansada, aunque pronto vuelva a la pasividad y
a la obediencia. La mirada confundida que no comprende. Y así
me mira mi mujer, como cualquier otra bestia hambrienta que no
se decide, o no sabe cómo hacerle para devorarse a su dueño, para
maltratarlo. Gesticula demasiado y gime, jadea, y luego de torc­ erse
dislocándose la cara, se truena el maxilar y me mira de nuevo. Abre
y cierra la boca masticando aire y gimoteando. Muge. Luego me
enseña los dientes hasta las encías negras, ya en silencio. La mula.
Y es un asco; esconde sus labios desgastados hasta donde brotan
las raíces de los dientes y me sigue mirando. Me nacen ganas de
abofetearla, entonces, por mula terca, tozuda, porque no quiere co-
mer de mis latas. Intento alimentarla y le digo: aquí no, mujer. Aquí
no hay otra cosa, ni madre ni chivo, y la única birria eres tú. Come.
Pero no me hace caso. Sólo tenemos estas latas, le digo, y hasta
que alguien venga por nosotros o a matarnos, eso tendrás que co-
mer. Y, como en protesta, se zurra. Es decir, como si pudiera al me-
nos protestar y tener control de sus esfínteres. Entonces desiste, y los
ojos, de tormenta, ya sólo se nublan, se ensombrecen. Voltea al te-
cho melancólica, porque seguramente el haber mencionado que
han de asesinarnos le hizo pensar en su madre muerta. Casi con
envidia de saber, quiero decir, que su madre es la muerta y no
ella. Casi creyendo, me digo, que mi mujer aún piensa.

    No es de adrede, sin embargo, ni de resentido que la vea como
un animal; pero es que se hace la bruta y no me habla. Ya no pita
ni pizca de palabra, y tal vez extrañe a su madre o… No sé. Pero
ya querrá comer; siempre es igual, y cuando me escucha raspar el
fondo de la lata berrincha, como las crías, la bebota. Si pudiera
moverse, haría de sí un zarandeo, sobre la tabla donde yace, como
en capricho… Aunque, después de tantos años así, honestamente,

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