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Pablo Mata Olay
Arqueología personal
Desde que papá murió hasta que nos dieron la urna con sus cenizas
pasaron unas cinco horas. El calor siempre fue el mismo: abrasa-
dor, colérico, pegajoso. No era el verano en Colima ni la cercanía
a la lumbre en el que papá había desaparecido. Era el infierno que
yo llevaba dentro y que había revivido durante los días de su con-
valecencia. Era mi relación con él y mi hermana y mi mamá. Todo
había quedado en ascuas, y más que dolor, lo que yo sentía era que
el cuerpo entero me escaldaba.
Uno de los pensamientos que me atravesaron mientras lo veía
morir fue que papá ya no sudaba. ¿Era acaso porque a su cuerpo
derrotado por el cáncer ya no le importaba cumplir con las funcio-
nes básicas de su órgano más grande? ¿O porque todos los mitos
tenían razón y la muerte había envuelto a mi papá de frío y oscu-
ridad? Supongo que nunca lo sabré. O, mejor dicho, o quizás lo
sabré cuando yo me muera.
Volvimos en silencio. Me tocó manejar el coche de mamá por
primera vez. También yo había hecho los trámites con la funeraria
y avisé a las pocas personas que había que avisar de la noticia. Fui
muy adulto y ni siquiera me importó… ¿acaso ser adulto sea hacer
cosas dolorosas y verlas como papeleos?
No comimos, no encendimos la tele que nos había servido de
ancla todos los días pasados. El sol por fin tuvo clemencia y se
retiró, dejando sopor y silencio. La ciudad entera se había quedado
callada. En un par de horas llegaría gente a despedirse de él y te-
níamos que arreglar la casa.
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