Page 28 - Antologia_2017
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CUENTO

la viera. Quería poder transportarse a su habitación como acto de
magia y no ver la cara de nadie. Fantaseó y se destruyó hasta que
cayó dormida sin darse cuenta.

    Las gotas que provenían del tejado roto cada vez eran más rui-
dosas. Abrió los ojos y entendió que la habitación ya no era en
blanco y negro, y que la alfombra olía a humedad terriblemente. Se
incorporó algo aturdida. Tenía que llegar a casa. Así que trató de
restaurarse desde la base de sus huesos y fingir que la hecatombe
no había sucedido en su corazón, pero, sobre todo, en su rostro. El
dolor en el pecho le seguía erosionando el alma y no soportaba la
idea de ver a la señora de recepción y al viejo del periódico al salir
del hotel. Pensaba en la vergüenza de sortearlos de nuevo y enfren-
tarse a sus miradas de lástima. O ver a tanta gente en ese último
autobús de la noche que, sin saber nada en lo absoluto, la juzgarían
por andar sola a tan altas horas. O caminar calle abajo desde la pa-
rada del transporte con el miedo de ser asaltada por los malvivien-
tes de su colonia. Tantos pensamientos comenzaron a asfixiarla.

    Desesperada por la situación, abrió la ventana para respirar
mejor, no le importó el frío. Incrédula, con los ojos desbordados,
miró la calle cubierta por completo de blanco. La ciudad se encon-
traba sepultada por la nieve. Ésta llegaba casi hasta el segundo
piso del hotel, la ventana donde se encontraba Gabriela. Se pre-
guntó cuánto tiempo había dormido para que se acumulara de esa
manera. Entonces una idea estúpida cruzó su cabeza. Puso un pie
en el marco. Se sentó con las piernas colgando al vacío. La distan-
cia era muy poca. Miró la pobre luz del alumbrado público y cerró
los ojos. Se dejó caer desde la ventana sin pensarlo siquiera. Pisó
la nieve y era tan suave como el algodón de azúcar. El letrero de
neón había dejado de funcionar y ella comenzó a reír. No lo enten-
día del todo. La ciudad se encontraba solitaria. Ni siquiera los ga-
tos deambulaban por los tejados resbalosos. Tampoco se escuc­ ha­ban
perros aullando o patrullas haciendo su ronda con esas cegadoras
luces rojas y azules. Las plumas caían finamente atravesando los
halos que se formaban en el borde y las capturaba con las manos.
Nunca había visto nevar tanto, nunca había visto una ciudad tan
bonita. Se sentía como en un cuento de Charles Dickens, uno me-
morable y de pasos firmes.

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