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Aldo Rosales Velázquez

                          Carrera

Reviso mi reloj y después pregunto la hora a un hombre que pasa
junto a mí: no hay error, son las dos de la tarde con cincuenta y
cinco minutos.

    Estoy parado a las afueras de una marisquería del centro de la
ciudad, famosa por haber sido la primera y haber tenido mejores
años. Las lonas, donde se anuncian los platillos y que cubren del
sol, están desgastadas o rotas. Por las calles pasan los autos, pasa
la gente: pasa la vida.

    Miro a ambos lados de la calle para atravesarla, quizá Guada-
lupe Carrera, quien accedió a darme una entrevista, creyó que
nos veríamos del otro lado de la banqueta, donde hay otra maris-
quería que desbancó a la primera. La ciudad es casi nueva para él,
me temo que se haya extraviado o, peor aún, me temo no haber
sido lo suficientemente claro con las instrucciones de cómo llegar
y dónde vernos. La cita era a las dos y media de la tarde. De pron-
to pienso en lo peor y más sencillo: no vendrá.

    Cuando estoy a punto de dar el primer paso, un hombre bajito,
muy fuerte, me toma de la chamarra, por el codo; me pregunta si
estoy esperando al boxeador. En sus palabras hay parsimonia. Me
cuesta reconocerlo al principio, pero caigo en la cuenta de que es
Guadalupe Carrera, exboxeador profesional, con quien hablo. Co-
tejo rápidamente, en forma mental, la imagen de este hombre con
la foto que cubrió los diarios deportivos aquel 17 de noviembre en
Nueva York: es él.

    Le pregunto si está bien que hablemos ahí, en la marisquería,
y señalo el negocio a nuestras espaldas. Dice no tener ningún

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