Page 34 - Antologia Jóvenes Creadores Primer Periodo 2014-2015
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cuento

encuadernar, entre lujosas cubiertas de cuero incrustado con circón
y aguamarina, los muchos apuntes que ya constituían las instruc-
ciones de armado de un aparato enteramente imaginario.

    Mis padres, a los que poco importaban mis andares, no estaban
enterados de esta duradera manía. Tampoco les importó cuando
comencé a construir mis propios sistemas simples, guiado por los
escritos de los grandes genios antiguos. Herón y Arquímedes fue-
ron mis primeros guías en el viaje de la comprensión de la natu­
raleza física de las cosas y, paso a paso, armé algunos de sus más
grandes inventos. Tomé como propio ese mismo cuarto en el que
la primera vez intuí el poder de las máquinas y ahí monté una es-
pecie de taller. Mi manuscrito me acompañaba siempre, como una
especie de testigo de mis errores y aciertos y, a su vez, con mis nue­
vas experiencias lo completaba. Me llegó a parecer que el gran libro
aprendía de mis nuevos experimentos.

    La cantidad de tiempo invertida en mis proyectos comenzaba a
ser sospechosa, si no para mis padres, sí para mi maestro. A decir
verdad, siempre fui un discípulo terrible. Lo digo con lástima ya
que ahora comprendo que mi maestro no era en absoluto m­ ediocre;
había incluso algo genial en la manera en que articulaba sus largos
monólogos. Pero entonces no me parecía más que un estorbo que
me absorbía las horas. Contemplaba somnoliento sus lecciones y
tardaba mucho más de lo debido en aprender cualquier cosa, por
simple que fuera. Del griego no aprendí casi nada hasta ya entrado
en la adolescencia, ya que mi motivación se volvió pragmática. El
latín lo entendía bien, aunque tenía un sinnúmero de errores cuando
de usarlo se trataba y la ciencia retórica jamás me fue de interés.
Mejor suerte tenía con el cuadrivio, a pesar de mi desapego. Muchas
de las teorías y cálculos que estudiábamos en las lecciones tenían
aplicación en mis aparatos y eso me ayudaba a mantenerme a flote.

    Un día en clase me quedé profundamente dormido. El maestro
se reclinó sobre mí para despertarme de un golpe y al hacerlo vis-
lumbró un dibujo de mi aparato al margen del libro que leíamos, el
Timeo de Cicerón. Supongo que se tomó un momento para exami-
narlo, ya que para cuando me despertó —con el mencionado golpe—
tenía una serie de preguntas al respecto. Quería saber cada detalle
sobre el dibujo. Su desbordado interés me produjo dudas y al final

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