Page 59 - Antologia Jóvenes Creadores Primer Periodo 2014-2015
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Aniela rodríguez

dete­nimiento los gatos en celo maullando sobre la zotehuela y los
espontáneos azotes de la puerta a media noche.

    Empecé a probar las teorías más estúpidas mientras mi mujer
reía a carcajadas: culpé al calentamiento global y a los gobiernos
so­cialistas, a los basureros municipales, a los comerciales de go-
bierno y a los desayunos con panqués de plátano. Culpé a las pros-
titutas abúlicas que todos los viernes por la noche arañaban las
banquetas, con tal de conseguir el pasaje de vuelta a su país. Dejé
de beber para evitar todo contacto con las emociones fuertes; me
volví un idiota en recuperación y un adicto al jogging, manía que
sólo lograba ponerme los pelos de punta y dejaba exhausto a mi rea-
cio lloriqueo. El ojo no daba tregua ni aunque rezara toda la noche
a Dios padre e invocara a cuanto santo se me ponía enfrente. Por
las noches, cuando nadie observaba, se quedaba inmóvil, e­ sperando
no ser visto por los fantasmas que intentaban detenerlo. Entonces
y sólo entonces desataba una hecatombe incapaz de detenerse. Mi
mujer despertaba furiosa al enterarse que cada mañana su camisón
de seda amanecía escurriendo. Procuraba acostarse al otro extre-
mo de la cama para apartar la mala suerte de mis lágrimas nocturnas;
sólo sin la necedad de mi llanto conseguía dormir en paz. Tenía la
precaución de poner una almohada al centro que evitara el contac-
to de su cuerpo con mi humedad innecesaria. Procuraba no tocar-
me nunca.

    Tuve miedo de estarme enfrentando con una treta demoníaca o
una suerte de hechicería africana. Contacté a religiosos y santeros,
que hora tras hora me sacudían entre huevos duros, yerbajos oloro-
sos y crucifijos oxidados. Insistían en no saber la causa de mi en­
fermedad; culpaban a no sé qué maldición tahitiana e inventaban
nombres de supuestos espíritus que se rehusaban a soltar mi ojo
izquierdo. Desistí de todos los credos y remedios curativos que
prom­ etían mucho y abarcaban poco. Al darme cuenta de que nada
funcionaba, salí a la calle, esperando encontrar la salida perfecta
para esa cosa que se hacía llamar llanto. El ojo se volvía cada vez
más necio a mis imperativos pero yo, que siempre fui hombre de un
temple envidiable, guardé la calma y empecé a verle el lado bueno.

    Pronto me di cuenta de que no había mucho más qué hacer: la
piel del párpado había empezado a inflamarse, cosa que me pareció

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