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PABLO MATA OLAY
hundido en el pasado. Evocaba recuerdos negros y cálidos, tristes
y entrañables. Un montaje mental de mi relación con papá que ter-
minaba en su cara sin vida. Muy en el fondo de la garganta apare-
cía el nudo apretado, el tropel de lágrimas. Pero a medio camino
se extraviaba, dejándome exhausto y confundido.
Un recuerdo sobresale de muchos. Quince años antes, en esa
misma sala, bajo las mismas lámparas, la familia se preparaba
para un viaje. El último que haríamos juntos.
No había salido el sol y mi casa estaba más que despierta. Las
maletas esperaban listas a que papá las acomodara en el Atlantic
82 que ya había encendido para calentarlo. Mamá revisaba cada
habitación para confirmar que todo había quedado en orden. Mi
hermana, encerrada en su cuarto, saldría sólo cuando ya estuviera
todo listo.
Yo miraba la vorágine madrugadora mal iluminada por un par
de focos. Tenía hambre, como siempre, y esperaba la indicación de
mis padres para subir al auto y comenzar el viaje.
No sabía cómo había surgido la idea de organizar un viaje que
a mis catorce años me parecía épico: iniciar en Colima, esa madru-
gada del 6 de diciembre de 1996, y terminarlo en año nuevo en el
puerto de Veracruz, más el regreso. Un reto para una familia dis-
funcional, un auto descontinuado y la paciencia de mi papá.
Mis papás, arqueólogos que estudiaron en los años setenta, no
se cansaban de enseñarnos a mi hermana y a mí las bellezas pre-
hispánicas de México. Ya conocíamos Monte Albán, Xochicalco,
Teotihuacán…
El sol seguía sin asomarse y las casas de la colonia en que vi-
víamos tenían todas sus ventanas oscuras. Una tranquilidad pas-
mosa que a mí me sofocaba. Quizás por eso me resultaba muy
emocionante este viaje: conocería ciudades, faltaría a clases casi
medio mes y no estaría presente para mis bullies ni en las dinámi-
cas cursis de festivales y regalos, propios de una escuela privada.
Sobre todo: no me sentiría solo. O eso esperaba.
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