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NOVELA

Otro recuerdo, más fresco. Vivo en un departamento en Coyoacán.
Escribo reportajes de viajes y de comida.

    Las llamadas dominicales con mi mamá son el único contacto
que mantengo con Colima. No quiero saber nada de esa ciudad y
cuando me preguntan de dónde soy siempre omito hablar de ella.
Reniego de su calor insoportable, de su gente difícil, de mis bullies
y de mi vida sin amigos.

    El único recuerdo tangible que tengo de esa ciudad y etapa de
mi vida es una semilla de parota. La parota o huanacaxtle es un
árbol gigantesco, de tronco tan gordo como un Volkswagen. Rega-
la mucha sombra y su follaje es verde incluso en tiempos y paisajes
secos. Su semilla es de las llamadas orejas de elefante, del tamaño
de la palma de la mano. Si se rompen, su interior huele a humedad,
casi a podrido. Nunca he visto árboles tan seguros y constantes.

    Pienso en una parota cuando, al hablar con mi mamá por telé-
fono, ella me da la noticia. Mi papá tiene cáncer en el estómago.

    “Desde hace meses le molestaba, decía que tenía una bolita”, me
cuenta. Su tono es más que de preocupación, de acusación. Como
si su esposo la hubiera desobedecido. “Apenas la semana pasada
lo llevé arrastrando al doctor”.

    Está programada una operación para sacarle el tumor. Me exige
que vaya a Colima, a hacer acto de presencia, a ayudar en lo que se
pueda, a ser hijo. Le prometo que estaré. Colgamos. Miro mi depar-
tamento, en silencio. El sol de la tarde lo ilumina hasta la mitad.

    Busco en mi cajón la semilla de parota que me traje de Colima.
El olor ahí está, pero la semilla no. La había guardado para sem-
brarla en algún momento. Nunca consideré que en el DF no exis-
ten los jardines.

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