Page 163 - Antologia_2017
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PABLO MATA OLAY

Entro a Google y escribo todas las búsquedas que se me ocurren.
Cáncer, cáncer en el estómago, operaciones, porcentaje de sobre-
vivencia, síntomas.

    Pienso en mi cuerpo. En la gastritis de cuatro años antes, en mi
endoscopía y en el diagnóstico de Esófago de Barret. Recuerdo
con esfuerzo a mi abuela materna, que murió de cáncer en el esó-
fago. De pronto estoy más cerca de la muerte que cuando comenzó
el día. Decido ignorarla y mejor entrar a Facebook.

    Horas después me dirijo a la Central Norte. Siempre que paso
por el transbordo entre la línea verde y la amarilla recuerdo una
exposición, hace años. En un lado del pasillo se mostraban fotos
que se iban alejando del hombre: foto del planeta Tierra, foto del
sistema solar, de la Vía Láctea, etcétera. En el otro lado del pasillo
se mostraban fotos del interior del hombre: órganos, tejidos, célu-
las, átomos. El final y el inicio de ambas hileras eran siempre un
hombre acostado en el pasto, sonriente.

    Me encantaba ese ejercicio macro y micro en el que el ser hu-
mano era la medida. Me sentía más cómodo sobre todo con el es-
pacio exterior. Mientras más alejado del hombre, mientras más
abstracto el concepto de la realidad, me separaba de mi eterno senti-
miento de inferioridad. En cambio, mirar hacia adentro represen-
taba (¿representa?) un esfuerzo siempre amenazante, en el que tengo
que confrontarme con mis sentimientos.

    Paso la noche en el autobús. Conozco la ruta. Hay tres televi-
siones repartidas a lo largo del autobús que proyectan una pelícu-
la. No pongo atención: desde que mamá llamó por teléfono, tengo
en la cabeza mi relación con papá. Los viajes que he hecho con él.

    El recuerdo más antiguo de mi vida es un dolor. Voy de la mano
de mi padre, sobre la calle Emiliano Zapata, en el célebre pueblo de
Comala. El sol rabioso de las tres de la tarde le da la razón a Juan
Rulfo (“Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al lle-
gar al infierno regresan por su cobija”).

    Viví en Comala con mi familia, de 1986 a 1991. A mis cuatro
años no conocía la historia de Pedro Páramo, y si viví entre fantasmas
no lo recuerdo. Lo que sí está grabado en mi memoria es el calor
de casi cuarenta grados en mayo, las tormentas aterradoras de
agosto y las noches de total oscuridad cada luna llena.

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