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PABLO MATA OLAY
moverse así no es poco común ni tan difícil; yo a veces lo acom-
paño subido en los diablitos y agarrándome de sus hombros.
Un día debemos recoger un vestido en la tintorería. No parece
una tarea difícil, pero nuestro medio de transporte lo complica. El
vestido largo, limpio y sin una sola arruga no puede doblarse. El plás
tico típico de tintorería es resbaladizo y, en la humedad de Colima,
provoca que las manos suden casi de inmediato. Mi papá lleva el
manubrio así que me encomienda resguardar el vestido las veinte
cuadras de camino. Me advierte que tenga mucho cuidado y que,
sobre todo, no se me ocurra por ningún motivo atorar el vestido en
la cadena de la bici.
Las primeras cuadras intento equilibrarme: con una mano me
agarro de mi papá y con la otra hago todo lo posible por mantener
a salvo el vestido. Pero se me resbala como seda y siento que mis
manos están cubiertas de vaselina. En cada vuelta que damos ape-
nas y logro sostenerme en la bicicleta, mientras él me grita “¡Con
cuidado!”. Sudo por los nervios de cumplir las órdenes de mi papá,
por ir en el tráfico y por el maldito calor.
A la mitad del recorrido decido que es mejor coger el gancho
del vestido y mantenerlo muy arriba, a modo de bandera. Funcio-
na por un par de cuadras, pero en cuanto mi papá disminuye la
carrera, ocurre lo que temíamos: el plástico se atora en la cadena.
A cada vuelta se atora más y más hasta que los dientes metálicos
muerden la tela.
–Creo que ya se atoró –murmullo.
–¡Qué!
–Que ya se atoró.
–¡Pablo! ¡Te dije!
Caminamos el resto del camino derrotados y con el vestido
arruinado.
No pasa mucho tiempo para que mi papá se decida por fin a
enseñarme a usar la bicicleta de mi hermana. Me lleva a una de las
avenidas principales y de regreso me dice:
–Manéjala. Yo te agarro.
Yo supero rápidamente la indignación de haber llegado ahí con
engaños. Estoy a cargo del manubrio y mi papá me empuja. Aquí
y allá oigo claxonazos y risas. Pedaleo como puedo y busco el equi-
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