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PABLO MATA OLAY

La carretera entre Colima y Guadalajara había sufrido desde su
pomposa inauguración modificaciones y ampliaciones. En 1996
aún había tramos de dos carriles que hacían más tardado el trayec-
to, pero a cambio ofrecían paisajes bucólicos que remitían de in-
mediato a la obra de Rulfo. O, mejor dicho: cuando leí Pedro
Páramo y El Llano en llamas me recordó de inmediato estos lugares.

    Pasando la fábrica de papel el olor desapareció y la temperatu-
ra bajó algunos grados. El sol ya había salido, pero nosotros, en los
asientos traseros, no estábamos acostumbrados al frío, y ante cual-
quier ambiente que bajara los catorce grados centígrados necesitá-
bamos un par de capas de suéteres.

    El Atlantic seguía su camino. Aunque descontinuado en el país,
mi papá lo había mantenido en buenas condiciones, y unos días
antes del viaje lo había mandado afinar. Esta era una de las grandes
diferencias entre él y yo: Él, un handyman con covacha y herra-
mientas que arreglaba cañerías, colgaba cuadros y discutía como
igual con el mecánico. Yo apenas sabía destapar un escusado.

    Los volcanes de Colima –el Nevado y el Volcán– no estaban en
ese estado sino en Jalisco. Recibieron el apellido porque desde las
principales “ciudades” de Colima los volcanes lucían más fotogé-
nicos: cónicos, limpios, una M que adornaba el horizonte, suficien­
temente lejos como para poder actuar en caso de una erupción,
pero suficientemente cerca para considerarlos parte de tu vida co-
tidiana. En la carretera a Guadalajara, cerca ya de Ciudad Guzmán,
el volcán mostró su rostro más agreste: irregular, inquietant­emente
cercano, un muro gris que miraba amenazante los maizales.

    La mejor vista estaba desde mi lugar en el Atlantic. Desde que
llegamos a Colima, en 1986, saludaba diario al Nevado y al Volcán
de Colima. En 1991 había hecho erupción y el naranja ardiente de la
lava podía verse desde los pasillos de mi escuela. Su presencia mis-
teriosa y masculina siempre me había fascinado, y ahora que veía
lo que había detrás de esa estampa, no podía dejar de mirar.

    Por mi mente volaron mil pensamientos. Uno de ellos había
sido por supuesto el del adolescente fatalista: ¿qué pasaría si en
ese momento el volcán decidiera hacer erupción? ¿Nos habríamos
salvado? ¿Cuáles habrían sido mis últimas palabras en medio de la
tormenta de calor y piedras?

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