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PABLO MATA OLAY
Él me recoge en Copilco en un Jetta 92 rojo. En el Periférico
me dice:
–Los copilotos ayudan al piloto. A ti te toca pedir al coche de
atrás que nos dé chance, cambiar la música o mantenerme despier-
to en la carretera.
–Entendido.
Me duermo durante casi todo el camino. Llegamos a Oaxaca
directamente a cenar. No tengo ninguna expectativa del viaje. Ten-
go diecinueve años y no sé convivir. Durante mi estancia en casa
de mi papá sólo miro la tele, como y me aburro.
Una noche vamos al centro. Como siempre, está lleno de gente
y yo estoy fastidiado. Por alguna razón mi papá quiere platicarme
sobre algo que le sucedió cuando tenía mi edad.
–Yo tenía una novia, nos queríamos mucho –comienza. –Fue la
mujer que más amé antes de conocer a tu mamá.
–Ajá.
–Pero se enfermó. Los doctores no sabían qué tenía y pasó mu-
chos meses en el hospital. Yo iba a visitarla todos los días.
–Sí.
–Un día iba en camino a verla cuando vi que tenía las agujetas
desenredadas. Me incliné para amarrarlas y en ese momento la sentí.
–¿Cómo?
–Sentí su presencia, una vibra. Me di cuenta de que se estaba
despidiendo de mí. Cuando llegué me dijeron que se había muerto.
No digo nada. Mi indiferencia e incredulidad me hacen sonreír
sin querer. En ese momento aún no he conocido de cerca la muer-
te y no creo nada de lo que dice mi papá. Él cambia de tema y muy
pronto regresamos a casa.
Durante esas vacaciones casi no volvemos a platicar. Estába-
mos acostumbrados a que mi mamá fuera quien platicara y organi-
zara. Solos, sin conocernos, y yo con tantos reclamos atorados en
la garganta, no convivimos.
Llega el día de regresar a México. Cuando nos despedimos él
me ofrece su mano, como si fuera un señor.
–Adiós, hijo. Hazle caso a tu mamá.
Creo que mi primer recuerdo tiene algo de simbólico. Mi papá
quería tomarme de la mano, en un gesto protector y paternal. Yo que-
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