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DULCE AGUIRRE

tal, para llevarlas al laboratorio y observarlas en el microscopio.
Algunas noches mi padre se encerraba en su estudio y dibujaba las
pulgas o se entretenía con los relojes viejos que le compraba al
pepenador del barrio, y cuando no podía arreglarlos, los tiraba.

    Algunas veces mis hermanos y yo bajábamos al patio, y a ve-
ces Gabriel me preguntaba si mi papá era brujo. Cuando se enoja-
ba les decía a los demás que mi mamá tenía un ejército de ratones
que salían por las noches a comerse las flores y llenarlas de plagas;
los otros nos aventaban piedras y corríamos entre el griterío. Nos
encerrábamos en el sótano de la casa, y cada quien se entretenía
solo: mi hermana menor hacía dibujos, mi hermano mayor recita-
ba el diccionario o se aprendía de memoria libros de botánica, y yo
iba a mi escondite y quemaba los relojes inútiles o incendiaba a los
roedores. De vez en cuando jugábamos Serpientes y Escaleras y
hablábamos de las persecuciones. Mi hermano decía que los here-
jes eran esos insectos que vivían en las patas de los ratones. Mi
hermana decía que eran azules y redondos, como un gis. Para mí no
tenían forma, o eran masas de aire: iban y venían, como nosotros,
y les gustaba el fuego.

    Un día hicimos una fogata en el patio. Gabriel sonreía de una
manera extraña, me miró y dijo: “¿Ves esas llamas? Así van a ar-
der ustedes en el infierno, por herejes”. Yo no entendí lo que decía,
pero me imaginé sus patas, nos imaginé entonces como insectos o
ratas con el cráneo llagado, o como volutas de aire contenido en sí
mismo, haciendo implosión… Me asusté y corrí a contarle a mi pa-
dre; “Vas a ir y le vas a explicar a ese niño que ustedes no van a arder
en ningún lado, porque el infierno no existe”. Hice lo que me dijo,
pero Gabriel no me creyó, me insultó y se metió a su casa diciendo
no sé qué, pero antes de que cerrara la puerta la piedra lo alcanzó.
Mi hermano me miró, y nos reímos.

    Así inició el fin del verano. El sol se escondió y se hizo de no-
che, y entonces comenzó. Después de merendar mi madre hacía té
y yo estaba mirando las llamas de la estufa, preguntándome cómo
en algo tan pequeño podría caber el infierno y todos los que estu-
viéramos allí (¿y qué pasaría cuando termináramos de arder?),
cuando un ventarrón entró, azotó la ventana y la estufa se apagó en
medio de un ruido de cristales rotos. Al día siguiente estaba jugan-

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