Page 49 - Antologia_2017
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DULCE AGUIRRE
un reloj. Del otro lado, una vibración que he decidido imaginarme
con la forma de un escarabajo de latón cuyo vientre está suspendi-
do de un mástil diminuto y con el aire pareciera que baila con esa
levedad despreocupada que adquieren los objetos, insustancial,
como mis ojos. No puedo pestañear, pero sé que en su caída los
párpados crean cierta ilusión: estoy, no estoy, volví, ¡sorpresa!
Siempre me he preguntado qué tanto saben ellos de esa maravilla.
Cuando son pequeños parecen darse cuenta, pero se diría que lo
olvidan conforme su tamaño se amplifica, como si aquella posibi-
lidad no les bastara porque necesitan del asombro. Si yo tuviera
esa necesidad y pudiera saciarla haría como las manos, piruetas
sobre una hoja, deambulando para caer de nuevo y llenar de gara-
batos la blanca superficie. Hablaría del insecto y su conocimiento
del espacio: apenas las patas se fracturan, se doblan, como si no
supieran. ¿Será que intuyen las penurias de lo grande y por eso se
mueven sin propósito?, mientras ese otro escarabajo, allá fuera,
pone huevecillos en la bruma de sal que los conserva húmedos,
cálidos. Si yo me exasperara tendría que usar mis dedos, empujar
la madera como si fuera una barca y llevarla de un lado a otro has-
ta que me cansara de decir que el bichito, el reloj, y que hay una
ventana. Parecería que lo de allá está descoyuntado, pero sé que es
un espejismo. Siempre he contemplado el mundo a través de una
vitrina, pero a ratos estoy del otro lado, cuando alguien me saca
para divertirse o para presumir el color de mis mejillas, con esa
complacencia que se disputan ellos para expresar su certeza de
vida, su rasgo incómodo. Tal vez su realidad es como la mía: siem-
pre los separa algo y habría que pelar las capas para encontrar el
centro.
¿Tendría que replicar su costumbre y dar vueltas, como las ma-
nos que fingen no extraviarse? Seguramente me crisparía el abrigo
y me quedaría sin tocar aquellas flores, sería banal. Lo otro trans-
curriría liviano y en lugar de acariciarlo diría que el Pelargonium
–hortorum, domesticum, peltatum– qué bello es, y me preguntaría
por todo. Esa palomilla que sobrevuela sin tocar mi cabeza; presa
de sí misma, embelesada. ¿Soy la que mira o soy ésa? O alguna
fábula de formas inertes que imitan su paciencia, y entonces noso-
tros, jugando, ardiendo, a veces golpeándonos y exasperando al
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