Page 48 - Antologia_2017
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CUENTO

habla en su nombre para hacerlas danzar, o porque se imaginan así
mientras están sentadas, previendo la escena y esa súplica incómo-
da: llévame contigo, seré buena. Vistas de cerca, nos parecemos mu-
cho; estamos hechas del mismo silencio, pero habría que pelarnos,
como a una cebolla, para encontrarlo. Encima están todas las ca-
pas de la coquetería, el rubor y los labios pintados que se destiñen
con el paso del tiempo y el roce de la piel sobre mi epidermis de
madera o la suya. Bajo esa apariencia, comp­ art­imos el frío y aquel
interior más sereno pero frágil, como un diente de león. Digo que
hago piruetas porque es lo que las manos dicen de mí, llamándome
igual que a las demás; todas hablamos, cantamos y nos movemos
al capricho de alguna curiosidad que siempre resulta abrumadora.

    Las manos, lo sé, son siempre así. Las hay inocentes y cálidas,
bruscas o callosas, pero invariablemente su tacto obedece a una
posibilidad de la que nosotras carecemos: el instante, y regodearse
en él, enamoradas, no sé si del juguete o de sí mismas (quisiera
interrogarlas, pero cómo). ¿Quién observa a quién mientras esa
necedad juega con nosotras? Nuestra complicidad parece burda
frente a aquella dinámica de vuelo y los dedos que toman, dejan,
amorosos o hastiados. Nosotras los acompañamos, y no al revés.
Uno supondría que están agradecidos de aquel pulso, pero hay
cierta amargura en cada repetición que nos descubre inánimes.
¿Qué más podrían pensar, sino que somos réplicas, una ternura
que se interrumpe cada vez que sus párpados reproducen el ritmo
y caen? ¿Temen nuestro silencio, o el suyo? ¿Quién es la miniatu-
ra entonces? ¿O será que sospechan de nosotras? Tal vez por eso
nos ponen en vitrinas y les gusta observarnos. Incluso así, pálidas,
quietas, no dejamos de ser. Quizá lo intuyen, y eso los conmueve.
¿Sabrán que nuestros pies se agitan siguiendo una melodía baja y
que recreamos la mirada para esquivar lo otro? Digo que doy vuel-
tas, pero lo que ocurre es que alguien usurpa mi nombre para hablar
de mí. ¿O yo el suyo?, mientras me desprendo de su mano ásp­­ era,
ilesa, caigo al suelo. Los tacones huyen mientras a mí me guardan
en una cajita rosa y luego alguien me lleva en el bolsillo por las
calles, tan cerca de sí que casi parecería que voy, como las otras,
colgada de algún brazo.

    Después, la soledad. Enfrente hay una ventana, un jardín. Oigo

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