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ÚRSULA FUENTESBERAIN

de Pol que me dice, es normal bebé; son los cristales de ácido
láctico estallando, continúa subiendo el volcán, no mires hacia
abajo. Pero yo no resisto y giro la cabeza: detrás de mí, rocas
quebradas se precipitan hacia el desfiladero.

    No te asustes, muñeca, me dice la enfermera, vas a escuchar
un crujido, es nomás tu huesito. Y gira las llaves de mi tutor: este
animal metálico que me alarga la tibia derecha. Un milímetro
por día.

    Cien días.
    Hasta llegar a diez centímetros.

Despliego estos cuadernos en el suelo. Cinco años condensados
en cinco libretas idénticas.

    ¿Quién escribió que ojalá pudiéramos elegir qué recordar, que
ojalá los recuerdos fueran como latas que se bajan de una repisa?

    Revuelvo mis diarios como si preparara la sopa del dominó.
Los abro al azar. Tacho. Sobrescribo. Anoto al margen. Corto.
Reacomodo. Pego.

Sueño que estoy amarrada a la plancha quirúrgica. Trato de sol­
tarme pero Ilizarov me dice, no te muevas, te voy a hacer la ex­
ploración preoperatoria.

    Presiona mi pantorrilla derecha en varios puntos, la flexio­
na, me apresa el tobillo y recorre mi planta del pie con su uña.
Dibuja líneas, puntos y cruces con un marcador a lo largo de
mi pierna.

    No estoy seguro de poder tejerte un hueso más largo, me dice
al fin, ya viste lo que pasó la primera vez, ¿aún así quieres que te
opere de nuevo?

    Cuando respondo que sí prende una lámpara enceguecedora
y le pide a la enfermera que prepare los clavos para la trans­
fixión.

1 de noviembre de 2015. Ayer pasé mi primera noche en Sawmill.
Dormí tan mal que ahora siento el cuerpo atorado a medio cami-
no entre la vigilia y el sueño. Tengo miedo de quitarme la sábana
y descubrir las marcas de las yemas ásperas de Ilizarov sobre mi

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